jueves, 27 de enero de 2011



I
Un personaje de la vida real, ahora no recuerdo su nombre, dijo una vez aquella verdad insoslayable: lo que cuenta en la vida son las apariencias.
Y es verdad, eso es lo que cuenta.
Mi padre, un filósofo urbano como pocos, me decía siempre que lo más importante para pasar desapercibido entre los miembros de una comunidad era importante saber esconder las debilidades más despreciables y mostrar solamente lo admitido por las normas de urbanidad y buenas costumbres. Él sabía muy bien que los hombres vivimos interiormente un infierno existencial y que lo bueno y lo malo no son tendencias que se den por separado. Una conducta ideal no la encontramos en los extremos de las dos contingencias sino en el medio; entre  ambos está el equilibrio.
Y el equilibrio es la apariencia, el individuo refrenando sus impulsos naturales.
Sin embargo, la naturaleza humana no puede domar eternamente a la bestia, en algún momento del día, de la noche, de la semana, del mes, del año o de la vida, el lobo interior se libera del yugo y, como un predador, recobra sus instintos. Decía  mi viejo, mirá a tu alrededor; no importa el lugar donde lo hagas, siempre verás un colorido infinito de espíritus, algunos, dóciles como corderos, otros dulces, otros blandos, otros benignos, o también, irascibles, malos, diabólicos, perversos, etc., etc.
Es la diversidad perdurable que nos hace distintos e incomprensibles. Todos representamos roles paradigmáticos: somos correctos, obedientes, solidarios, ejercitamos la bondad como práctica del buen ciudadano, nos comportamos lo mejor posible ante los demás, hacemos esto o aquello, todo bien, pero a escondidas llevamos una vida desenfrenada y nos refocilamos privadamente realizando una lista interminable de inmoralidades. ¿Alguien podría refutarme la sugerencia?  Por supuesto que no, quien lo hiciere debería considerarse inocente, pero, inocente de qué; a mí nadie podría engañarme, los adultos escondemos  los desbarajustes morales, mostramos en público lo que el público quiere ver, lo disfrazamos, ocultamos las desviaciones prohibidas para que la gente omita cualquier crítica oficial y quede satisfecha sólo con difundir un comentario interesante, desahogar el morbo siempre alerta y depositar después el relato del hecho en el archivo de los chismes. No se puede hacer otra cosa, no hay pruebas tangibles de las indecencias ajenas. Después de todo, tampoco matan a nadie, y en la mayoría de los casos, ni siquiera son contempladas como delitos en el código penal. Cada tanto, según se dé un acontecimiento nuevo, el asunto anterior renacerá de las cenizas, pero después que el tiempo logró enturbiar la trama y la gente olvidó el nombre de algunos personajes involucrados, a veces hasta el del propio protagonista.
Así nacen los mitos.
En mi vida profesional, de cuarenta años de oficio, pude observar cuán hipócrita puede ser la sociedad en ese sentido, no solamente porque mi condición de policía en ciudades grandes y pequeñas me facilitó conocer intimidades ajenas, de personajes populares de alto y bajo nivel social, también porque viví en carne propia el ser un crápula sin límites. Siendo profesional, digo, con uniforme, jinetas de oficial, pistola a la cintura y licencia para matar (en una época sí la hubo), el alcohol, el tabaquismo y la droga casi destruyen mi cerebro y dignidad. Y esos extremismos no atentaron sólo contra mí mismo, también llegué al colmo de preocupar a mi familia y cometer toda clase de tropelías contra inocentes.
Hoy repaso mi andar por esos años aciagos y me queda el gusto amargo de haber ejecutado un sinfín de fechorías indecibles, además de cargar en mi conciencia la muerte de cinco personas. Las fechorías, valga la redundancia, se debieron a la impotencia de un profesional frente a casos imposibles de resolver sin quebrantar las leyes de procedimiento; las muertes, a imponderables del oficio, enfrentamientos armados con malhechores.
Todo empezó en 1976, con dieciocho años recién cumplidos, cuando ingresé a la Academia de Policía con la intención de realizar el sueño de mi vida: ser oficial efectivo de la fuerza y llegar al último escalón de la carrera. No tenía nada de malo, aunque a algunos, especialmente del entorno familiar, les parecía grotesco (¡se decía de esta profesión tantas cosas!). En fin, eran sueños de pibe, como puede ser el de otro cualquiera intentando obtener el título de Ingeniero, Médico o simplemente, Albañil.
Tres años después acabé los estudios. Me recibí con honores, fui abanderado del grupo, galardonado con el premio al mejor compañero y (esto no debería decirlo) hasta elogiado por el gobernador de la provincia, un general del ejército nombrado expresamente por la Junta Militar.  Al término de esos tres años de estudio me enviaron a  una ciudad cercana a la capital provincial; solicité yo mismo el cargo bacante porque mis hermanos en Abiponia se avergonzaban de tener un pariente “vigilante”, como decían ellos.
Ingratitudes sociales arraigadas en el conciente colectivo; yo, por el contrario, me sentí orgulloso del uniforme, e incluso me emocioné hasta las lágrimas cuando juré la bandera y el Jefe de la Academia apoyó el bastón de honor sobre mi hombro nombrándome con el título del primer grado del escalafón policial.  Después, pasaron más de tres décadas antes de regresar a mi pueblo. Entre medio, fui saltando de grado en grado con bastante facilidad.
Luego de cuatro años de práctica en el oficio me trasladaron a la ciudad de Santa Fe, a ocupar un puesto importante en la Jefatura, el de segundo del Jefe de Homicidios. Era un trabajo de escritorio, donde ejercí por años la tarea de investigador; tenía un don especial para ciertos asuntos, según el dictamen de los psicólogos forenses, adquirido por naturaleza más que por especialización. Pasaba horas y más horas leyendo prontuarios de delincuentes, estudiando los distintos modus operandi implementados en los casos resueltos y archivados. Al poco tiempo había asimilado una cosmovisión delictual envidiable, y sin dudas, productiva para agilizar el trabajo en mi despacho. Los detectives me acercaban el informe de los casos de robos y crímenes y yo realizaba un relevamiento de datos mediante el cual asociaba el modo de actuar con otros casos similares. Muchos ladrones y asesinos fueron arrestados gracias a mi labor, les ahorraba precioso tiempo a los investigadores.
En 1983 las cosas cambiaron. Fue la época en que la droga empezó a invadir el territorio a través de la gestión de mafias organizadas. Del escritorio salí a la calle a patear culos, a encerrar a los responsables de las maniobras delictivas.
Tarea vana, los tipos entraban por una puerta y salían por la otra. Por supuesto, los poderosos agarraban su tajada y nos dejaban desprotegidos de medios. Al poco tiempo, mis compañeros de unidad se corrompieron ante la facilidad con que circulaba el dinero de los traficantes, a quienes no podían apresar pero si coimear. Yo andaba en el medio como bola sin manija: por un lado, pensaba en mis dos pequeños hijos y mi mujer, a quienes no quería defraudar ni siquiera en el pensamiento. Por otro, en mis camaradas de armas, a quienes la ambición los había vuelto ladrones y asesinos.
Un auto flagelo indigno, lo dice un lector de Kierkegaard.
Me las arreglé como pude, evitando mezclarme con la mierda. Me aislé de todo encerrándome en el trabajo, aún consciente de que mi especialidad en la identificación de delincuentes era utilizada, en la mayoría de los casos, para beneficiar a las organizaciones mafiosas.
Gajes del oficio.
Ese año volvió la democracia. La nueva cúpula policial, encabezada por un Ministro de Seguridad tan honorable como el mismo Papa, empezó haciendo una limpieza a fondo en las filas de la Institución. Quedamos pocos de los antiguos efectivos. La investigación realizada por el nuevo organismo había resultado tan detalladamente pulcra que los inocentes quedamos libres de culpa y cargo.
Hubo interrogatorios exhaustivos para descubrir el grado de compromiso de cada uno en esa ola de corrupción. Yo me negué a declarar contra mis compañeros de armas, acredité con creces mi fidelidad a la tarea policial y rechacé toda posibilidad de convertirme en delator de nadie. Lo hice de frente, sin tapujos, conciente de que no tenían nada contra mí.
Respetaron mi silencio, quizás por considerarse ellos mismos responsables de las arbitrariedades cometidas por los militares. Este ministro no era de esos viles hombres que para salvar las papas y quedarse tranquilos con su conciencia sacrifican también a los funcionarios de tercer nivel, aún sin hallar pruebas del delito.
En febrero de ese año alisté las valijas, nos íbamos a Rosario, donde trabajaría de incógnito en el submundo del hampa. Me habían destinado una  labor acorde a la especialidad practicada los últimos tiempos, la de rastrear a los miembros de una red de prostitución, la más importante del país. En la estación de trenes, cuando me hallaba con mi familia esperando el expreso a la capital provincial, un agente uniformado me entregó una caja envuelta con papel de regalo, de color rojo y ajustado en los cuatro lados con una cinta azul, cuyo remate era un inmenso moño de color plateado. Mis antiguos compañeros de armas agradecían mi actitud en la tarjeta pegada al regalito. Cuando abrí el paquete, después de haber acomodado a mi familia en una habitación de alquiler, me encontré con dólares suficientes para comprar el departamento en el que ahora vive mi hijo en Rosario. Y también algunas cositas necesarias para la familia, como todos los muebles y un auto de segunda mano.
Bueno, tampoco iba a ser tan estúpido como para rechazar la ofrenda, y menos aún si la tarjeta del envoltorio sugería no devolverlo; no me consideraba un mafioso, pero tampoco un fanático religioso. 
El nuevo trabajo asignado no fue fácil de sobrellevar. Solamente siete personas sabrían de mi nueva tarea en los bajos fondos de la ciudad: mi mujer, a la que puse al tanto por cualquier eventualidad; el jefe de unidad, un comisario tan leal a la tarea policial como yo y quién había sido el artífice de mi nueva labor; el Ministro antes nombrado y la misma Suprema Corte de Justicia, cuatro veteranos en el mundo de las leyes con títulos de jueces y tan irracionalmente católicos que el sólo pensar en los sufrimientos y la vida de las prostitutas se les movía la cabeza en varias direcciones. Trabajaría de incógnito, es decir, nadie en Rosario sabría de mi accionar, ni siquiera la policía, esto último, por causas evidentes.
Fueron años y años de intensas jornadas nocturnas. Me vestía de sport, con el pelo largo, barba y bigotes, con apariencias de bohemio y poco amigo de los buenos modales. Debí hacerme habitué a los bares de los suburbios y relacionarme con toda la lacra existente en esos lugares; bebí, fumé y me drogué a la par de ellos, así me hice adicto y me convertí en uno más del montón. Todos me conocían como electricista, oficio alternativo para el que me habían adiestrado en la Academia de Policía; con ello justificaba un medio de vida entre los miembros de esa colectividad de pandilleros, estafadores, ladrones y mafiosos. Montamos un negocio de artículos de ese rubro en el barrio, con atención directa al público, además de un servicio de refacciones a domicilio, por medio del cual pude acceder a los hogares de los principales cabecillas de la organización mafiosa. Siempre hay desperfectos eléctricos y es muy difícil conseguir un especialista de confianza; yo estaba a mano, por ser compinche de rondas, y les mostraba más interés por la diversión que por el dinero.
Durante ese tiempo recogí información fidedigna prestando la oreja a los comentarios e interrogando de forma solapada. Cuando terminé la investigación, es decir, descubrí la punta del ovillo, comenzó la etapa más difícil de la operación, la de reunir pruebas incriminatorias.
Era el año 1989, en la capital de la provincia habían cambiado las autoridades; ya no estaba en su cargo el Ministro de Justicia, ni el Jefe de Unidad ni los jueces de la Corte. Mi informe fue puesto a disposición del nuevo Jefe, un hombre de `pocas luces y tan arraigado a las normas que casi echa a perder el trabajo de tantos años de investigación. Al ver la gestión entorpecida, y cansado ya de la parcimonia con que trataban el asunto, pedí audiencia y le planteé mi inquietud.
- La única forma de encontrar pruebas incriminatorias es creándolas para ese fin- le dije al Jefe en mi corta visita al despacho.
Me hallaba asqueado de los tejemanejes de las autoridades, y libre de cualquier presión; no temía a las represalias, había enviado a mi familia a una ciudad del interior de la provincia, destino de mi nuevo cargo.
         - Una idea que no aceptará fácilmente el Ministro.
         - Bueno, no es necesario ponerlo al tanto. Yo estoy interesado en llevar a buen puerto la operación, más que nada, ver en prisión a los cabecillas. Si aprovecha mis últimos días aquí, puedo ayudarlo a concretarlo.
         - ¿Tiene un plan?
         - Conozco al dedillo cada rincón de los hogares de estos mafiosos. Puedo entrar en sus casas a cualquier hora del día y plantar las pruebas necesarias.
         La idea surtió efecto y tres días después me hallaba en pleno operativo, visitando las residencias de los personajes más importantes de la organización delictiva, y colocando furtivamente panes de cocaína en los lugares menos perceptibles de cada residencia. Fueron ocho en total, tarea que me demandó varios horas. Luego elaboré gráficos indicando los lugares exactos donde debían buscar los efectivos cuando se iniciaran los allanamientos.
         Cuando se efectuó el operativo, al día siguiente, me hallaba en la ciudad de Ceres, junto a mi mujer y mis hijos. Finalmente, la organización criminal cayó. Junto a la distribución de drogas se descubrió también el negocio de la prostitución, oficio ejercido por más de mil elementos en todo el país.
         El caso fue resonante, apareció en las planas de los grandes periódicos y, por supuesto, ocupó horas de difusión televisiva. Mi nombre quedó encubierto, fueron las autoridades quienes recibieron los honores propios de un caso de esa talla. Pero cumplieron conmigo, me ascendieron a un grado superior y me enviaron a ejercer la profesión a ciudades del interior de la provincia, donde me desempeñé como subjefe los primeros cinco años, hasta llegar al más alto de la jerarquía.
Entonces pedí traslado a mi pueblo. Me quedaban tres años de actividad y deseaba volver a mi lugar de origen. A los cuarenta y ocho años, luego de transitar una vida espiritualmente insalubre, abrigué la esperanza de esperar el retiro lo más pacíficamente posible, rodeado de familiares y amigos y piloteando una actividad sin sobresaltos y angustias. Estando de vacaciones en Abiponia, recibí la misiva esperada y a la semana siguiente ocupé el cargo de Jefe de la Seccional.
Pueblo chico, infierno grande, perogrullada tan retórica como verdadera.  Antes de ocupar el puesto en la Jefatura no había imaginado una ciudad tan pequeña y al mismo tiempo tan problemática. De pronto me encontré frente a una sociedad abruptamente compleja en sus relaciones cotidianas; tan complicada que, sobre la marcha, y sin pensarlo, debí quebrantar mis votos profesionales para adaptarme a las costumbres non sanctas de la élite, clase gobernante pero tan arraigadamente corrupta y desobediente a la normativa oficial como pudieron ser los feudos del medioevo.
No se trataba de hacer la vista gorda a robos a mano armada, tráfico de estupefacientes o crímenes, eso quedaba a mi entera disposición y criterio, tenía la libertad de desarrollar mi profesión sin cuestionamientos de ningún tipo, aunque era muy poca, para no decir nula, la actividad en esos casos. La intromisión policial en cuestiones consideradas comerciales, en cambio, como la prostitución, el juego clandestino, comercialización de productos de granja, etc., todos hechos desarrollados con poca discreción y a la vista, estaban totalmente vedados a la acción policial. Cuando tomé conciencia real de mi pobre actuación en esos asuntos ya había pasado año y medio de haberme hecho cargo del despacho, las arbitrariedades de algunos comerciantes me sobrepasaron y debí recurrir a la ayuda del Intendente de la ciudad para dirimir sobre hechos concernientes a la Policía. Fue la gota que rebalsó el vaso, mi amor propio pujó por redimirse, poner las cosas en su lugar, pero mi lado flaco, la cómoda situación en que me hallaba yo y mi familia, terminó por vencerme.
Otra perogrullada: todo hombre tiene su precio, una frase ampliamente difundida y utilizada en diversos tópicos de nuestro quehacer social, económico, político, etc. y que no deja a nadie indiferente por el calibre que exhibe y el impacto que puede proferir luego de una percusión lingüística. Yo debía rendir cuentas a mis superiores de dichas informalidades, es decir, denunciar abiertamente la presión ejercida por las autoridades seculares, conformadas en su mayoría por la elite y sus intereses. Sin embargo, no podría llevar a cabo una gestión de ese tipo sin ganarme enemigos, precisamente, aquellos a los que había integrado a mis nuevas amistades, todos poderosos y con buenas relaciones en Santa Fe. Pensé me acarrearía males impensados el fustigar mi amor propio, pondría en riesgo la feliz culminación de mi carrera y ganaría nuevos sinsabores, como un nuevo traslado por ejemplo, lo que hubiera molestado sobremanera la armonía familiar. Decidí dejar correr el agua bajo el puente, una disposición sencilla y sin sobresaltos.
De todos modos, las infracciones me sacaron de quicio, me abrumaron al punto que algo de mi salud mental comenzó a quebrantarse. Y más aún cuando los acontecimientos que voy a narrar a continuación me pusieron en aprietos y al borde de la destitución. Entre otras cosas, las antiguas debilidades volvieron a apoderarse de mí, comencé a rondar las calles como en los viejos tiempos, hablando el antiguo dialecto del hampa y pateando culos a diestra y siniestra, retomé el alcohol y el cigarrillo y, definitivamente, tan loco como había estado en aquella vieja aventura de los bajos fondos de Rosario, confronté el estrés tragando toneladas de barbitúricos.
Ahora, retirado de la policía, sin otra obligación que la de matar el ocio frente al monitor de la computadora, escribo el relato de mi consagración como investigador, galardón bien ganado y broche final de una actividad llena de tropiezos.
Como dije anteriormente, mis angustias comenzaron al arribar a mi pueblo de origen, en el último tramo de la carrera policial. El primer día de gestión había tenido una acogida singular. A la media mañana de un día laboral hubo una ceremonia de entrega de mando, izamiento de bandera en el pabellón de la plaza de armas, discursos por parte de representantes de algunos estamentos públicos y privados de Abiponia, aplausos y un convite gastronómico durante el cual, chocolate caliente de por medio, me encontré socializando con antiguos compañeros de juventud, los que no había visto en décadas, que se acercaron a saludarme y felicitarme por el currículum intachable. La prensa esperó su turno, y al final, me cercaron en mi despacho, donde los invité a discutir sobre mi plan de tareas. No se anduvieron con vueltas, de entrada apuntaron sus dardos contra mí soslayando las condecoraciones bien ganadas durante mi trayectoria.
Hubo de todo esa mañana en mi oficina: apretujones, exaltaciones, y hasta improperios. La actitud poco oportuna de los medios fue un crédito positivo de todos modos: me advirtió desde el principio los sinsabores venideros, me anticipó la idiosincrasia cultural de una comunidad pequeña rendida a la corrupción generalizada del país. Nunca hubo diferencias sustanciales entre Buenos Aires y esta aldea, y nunca las habrá.
Aquí también la mayoría de los miembros de la comunidad corrompen las relaciones como si fuera una moda, arruinan la poca decencia aún existente. Me refiero, por supuesto, al diminuto punto del globo donde me toca respirar, Abiponia, una porción de territorio tan exiguamente limitada como puede ser el aprisco de una granja donde (para ello me remito al mundo imaginado por George Orwell) los animales de corral se comportan como los seres humanos en sus relaciones cotidianas, y hasta pueden aplicar formas de convivencia politizadas, tan magistralmente pensadas como fueron las de las grandes civilizaciones de los últimos tiempos. Hay de todo en este pequeño universo, el mismo del de una ciudad cosmopolita. La diversidad humana es la misma en la ciudad de Rosario, por ejemplo, que en esta insignificante urbe del interior. ¿Qué podría pasar de sensacional aquí, en esta pequeña ciudad de treinta mil habitantes? Nada. La gente, sin embargo, se relaciona socialmente de manera ambigua, no tiene palabra, estafa con la boca, con los ojos y los oídos, intenta continuamente clonar conductas ajenas; forasteras, para decirlo de algún modo. Los medios de comunicación masivos, tan solapados en los distintos formatos, divulgan modos de conducta foráneos y transforma la mente cuasi-rural de los pueblerinos.
Días después iba a descubrir el modus operandi de esta cultura en apuros. Sobresale, como en los recovecos de la capital urbana, la “viveza”, una conducta alternativa que altera la tan aplaudida costumbre rural de los pueblos del interior. Somos únicos a lo largo y ancho del país; aquí, contranatura, abundan los “vivos”, es decir, la mayoría de la gente se contagia y practica la viveza criolla como un modo de conducta, la viveza argentina extendida a todas las capas sociales y a la totalidad del territorio porteño; aunque predomine con sus rasgos bien marcados en Buenos Aires, aquí es un comportamiento tan usual como allá, y tiene, tal cual, un efecto antisocial, que segrega resentimiento y envenena el respeto mutuo.
Esto viene de yapa. No iba a ser fácil para mí desarrollar una actividad honrosa cuando había organizaciones integradas por elementos aparentemente nobles pero escondidamente corruptos y que rompían con las normas comerciales obligando a la fuerza policial a acogerse a sus triquiñuelas. Mucho poder, poco respeto a la ley.
De todos modos, podía quedarme tranquilo; los delitos no iban más allá de pequeños hurtos, rencillas familiares y peleas a puño limpio en los distintos eventos festivos. Bueno, había de todo lo que puede haber en un pueblo de ancestros belicosos. Mi única preocupación terminó siendo la prensa, cuyos periodistas gustaban ponerme en aprieto sobre asuntos que conocían al dedillo y nunca denunciaban si no era tratando de hacerlo por mi boca. Se divirtieron a rabiar, al principio, después confraternizaron conmigo y todo acabó.
Cuando me hice cargo de la comisaría, uno o dos días después de aquel evento sin par, oí por primera vez el nombre de Hugo Pintos. Luego volví a escucharlo de boca de mi subordinado inmediato, el oficial Martín Lucero, quien me refirió el pago de algunas facturas atrasadas, gastos de reparaciones de los móviles policiales realizados en el taller donde trabajaba el sobredicho. Era empleado de la Agencia Impala, un avezado vendedor de automóviles, y el taller era un anexo de la misma empresa. Lo llamé por teléfono para decirle que acababa de hacerme cargo de la jefatura.
- Bien- tenía una voz agradable pero ronca- no hay apuro, puede pasar por la agencia, a charlar, así tratamos sobre las facturas, y nos conocemos.
Le prometí visitarlo esa misma tarde.
- Venga después de las 20,30 hs., así comparte con nosotros un asado. Estarán presentes algunos comerciantes del barrio. Le interesará, traiga cubiertos- dijo, y cortó el teléfono.
La tajante invitación me dejó en suspenso. Gajes del oficio, si quería adaptarme a esta nueva modalidad social debía acogerme a sus costumbres.
A la hora señalada me encontré frente a las puertas del edificio, una reliquia colonial tan antigua como escandalosa. El frontispicio, plantado en la ochava de una esquina muy transitada, derrochaba luces incandescentes a lo largo de ambos lados de las paredes exteriores, reflejos de colores tan de mal gusto como el marrón, el verde y el violeta. No me pareció la vidriera de un negocio floreciente, aunque en el interior se exhibían autos de gran porte y la agencia figurara como una de las más prósperas de la región.
Me recibió un cadete de la oficina, vestido de pantalón gris y camisa celeste, corbata bordó y el logo de la empresa estampado en el bolsillo a la altura del pecho. Me invitó a transitar por un pasillo hacia el fondo de la estructura.
- Adelante, Inspector- saludó Pintos, sentado en un extremo de la mesa instalada en medio de un patio con piso de baldosas, tras el cual, al fondo del predio, un fogón escupía esquirlas candentes por doquier. Otro hombre, vestido con el mismo uniforme del joven, pero con delantal de lienzo marrón colgado de su cuello, trasladaba brasas del fogón a  la parrilla.
- Usted es el primero en llegar. Nobleza obliga, un policía debe cumplir horarios a rajatabla- dijo Pintos, sonriendo, al estrecharme la mano. También vestía a la usanza del comercio.
Poco a poco fueron llegando el resto de los comensales, entre ellos, un antiguo compañero de infancia, Héctor Colombo, a quien había odiado en mi pubertad y adolescencia. Bah, no odiado, más bien, envidiado. Héctor era rico, hijo del hombre más solvente del pueblo, un dandy acostumbrado a vivir en la abundancia, bien parecido, deportista, inteligente y el más asediado por las mujeres; yo en cambio, hijo de un ferroviario, jamás había podido llegarle a los tobillos.
Los otros convidados completaron una mesa de prósperos industriales, comerciantes y hacendados, todos clientes de la agencia a quienes los propietarios agasajaban mensualmente con un banquete, estrategia gastronómica cuya intención era ponerlos al tanto de las novedades. No me hallé como sapo de otro poso, al contrario, la charla se convirtió en una  entrevista que se extendió hasta los postres, tiempo durante el que adulé y me sentí el centro de la argumentación. La sobremesa fue desopilante; el tema: mujeres. Ahí va, pensé yo, que no tenía ninguna anécdota interesante.
- No es para avergonzarse- dijo Héctor cuando intenté explicar el enfoque más austero de la vida conyugal.
- Es verdad- respondí-, aunque, no me siento avergonzado. Simplemente, elegí esta forma de vida por una cuestión de sentimientos, nada más. Eso no significa que vaya a criticarlos, cada uno sabe lo que hace y le gusta. Además, yo también tengo mis vicios.
Esa noche, la primera en que iba a confraternizar con lo más selecto de la ciudad en términos financieros, la conversación transitó por ese lado hasta la hora de marcharse. Hugo, quien descubrió una afición sin límites por las mujeres, orientó la charla hacia el tema con la intención de entretener a los comensales y sacar a flote sus intimidades.
- Esto es confraternizar- me dijo, en un momento que coincidimos en el baño- los muchachos ya están maduros, son hombres de más de cincuenta y necesitan contar sus aventuras.
- Y ponerme al tanto de sus debilidades- dije yo, resignado.
- Claro hombre, después de esto deberá hacer la vista gorda a ciertas conductas. No lo comprometen, no son delitos contra la civilidad, je. Acuérdese, le lloverán obsequios.
Otra vez en la mesa, la conversación siguió el mismo rumbo, dirigida por Hugo y su verborragia filosófica de segundo orden. Entre otras cosas, puso en cuestión propiedades como la timidez, defecto inadecuado para la seducción y poco recomendable en el desenvolvimiento de cualquier profesión, incluso la de confesor.
- Si un cura fuera tímido no podría escuchar las sandeces de los pecadores sin sonrojarse y echarse a correr- dijo, y se rió a carcajadas.
         - Si vos fueras tímido- dijo un hacendado de nombre Tito Robles, un hombre obeso y poco educado que hablaba con dos palillos en ambas comisuras- no serías vendedor de coches usados.  ¡Caradura!
         Los vaivenes de la charla no cambiaron la esencia del tema. Hubo relatos desopilantes, aventuras con mujerzuelas e historias de adulterios, algunas cuyos protagonistas masculinos se hallaban presentes en la mesa.
- Esto que no vaya a servirle al comisario para ponernos entre rejas- comentó entre risas el propietario del taller metalúrgico más grande de la región. Rogelio Miranda dirigía una empresa de aberturas de chapa y aluminio, un hombre ríspido, de ademanes campesinos, poco afable pero con humor satírico y convincente. Un oficial de la seccional, el sargento Saucedo, me contó días después la historia espeluznante de este empresario, a quién apodaban Ogro.
- Bueno- contó mi asistente-, el asunto es para no creer. A los obreros con mujeres jóvenes y atractivas los pone a trabajar en los horarios nocturnos. Él les llega después a sus hogares y chantajea a sus cónyuges, les promete un aumento de sueldo, que cumple sin titubear siempre y cuando ellas cedan a sus propósitos. Si no aceptan, los despide.           El broche final del encuentro, después que durante largo tiempo cada uno de los convidados había narrado sus propias aventuras, fue una discusión cuasi-filosófica sobre el mismo tema, un enfrentamiento verbal entre Héctor Colombo y Hugo Pintos. Aunque poco instructivo para mí, que no circulaba por esos carriles, la finalidad la consideré constructiva: resaltar la eficacia de dos estrategias de seducción moralmente aceptables, aunque fueran contradictorias. La había iniciado Héctor, en tono burlón, después de escuchar las distintas anécdotas.
- Eso es puro negocio, o chantaje- dijo, un poco ofendido por el maltrato ofrendado a las mujeres- Si no tuvieran dinero, ustedes serían más célibes que el Papa.
         Reprochó a Hugo condenar la timidez como táctica de seducción y así comenzó la discusión.
- Para mí, todos los medios son posibles para hacerlo, incluso la timidez, o la cobardía, o cualquier otra conducta social, biológicamente heredadas por causas naturales. Son todas herramientas eficaces si sabés entender la naturaleza de la dama. Pagarle a una dama es menospreciarla.
El tipo tenía códigos, de los de antes, digo, no cabía dudas. Después me enteré, Hugo había vivido toda su vida sin compañera, un soltero empedernido, sin embargo, a pesar de nunca hablar más de lo necesario, era el candidato más pretendido del pueblo. Y no solamente por mujeres más o menos al alcance de su edad, también las treintañeras y veinteañeras buscaban su compañía en los lugares de encuentro, les gustaba tratar con él, verlo sonrojar ante cualquier impertinencia femenina, ponerlo en aprietos con alguna propuesta audaz. Él, por supuesto, las sabía esquivar, con pericia de galán;  en el momento justo, cuando parecía iba a fugarse del acoso, fluía su verdadera personalidad, una impronta natural y ardiente propia de los caballeros, que entusiasmaba a todas y las engrillaba a su alrededor.  Nada más verlo rodeado de tres o cuatro mujeres para darse cuenta de su estrategia de seducción, un don natural pulido con esmero a través de los años.
- Yo no pago- dijo Hugo, sintiéndose el receptor de la admonición.
- Vos no pagás, claro,  tampoco te da el cuero-dijo, y se rió junto a los demás- Estos se pueden dar el lujo de ser viejos, gordos y feos, la guita reemplaza sus defectos.
Hugo, aún ofendido por la sutileza del cargo, logró esquivar la acometida. Sabía perfectamente cual sería el resultado de la discusión si persistía en ponerse a la contraria. Héctor era un buen cliente de la Agencia y él, en calidad de simple empleado, no iba a enfrascarse en una disputa contraproducente.
- Señor Colombo- respondió, condescendiente, dejando el tuteo para demostrarle su rango inferior- usted sabe muy bien que yo no puedo alzarme más allá de sus tobillos. Usted tiene oficio, edad, canas, dinero y muchas otras cosas que yo no tengo y no alcanzo a tener con apenas treinta años de vida. Me rindo a sus pies, pero no va a negar que tengo mis dotes.
- Debo reconocer, sos muy buen vendedor de autos, pero de los usados, porque los de gran porte se venden solos- dijo, Héctor, y todos rieron a carcajadas.
- Y vos no te mandes mucho la parte con las mujeres, que bastante das que hablar en el pueblo- dijo Benavídes, otro hacendado tan rico y poderoso como Tito.
Era verdad, muchos en la ciudad trataban de defenestrar al entusiasta Héctor, no soportaban esa conducta tan afanosa y embriagadora para el sexo débil. Entre ellos Hugo, por supuesto, quien vivía en el mismo barrio de Héctor, lugar donde también yo me había criado y aún vivían mis padres. Después lo supe, habían propagado varios relatos acerca de él, algunos enjuiciando sus inclinaciones sexuales, todas injurias surgidas por la envidia de tipos como Hugo. Creía yo eran injurias, pues lo tenía como un  hombre recatado y  nunca hasta ese momento había dudado de su hombría, o mejor dicho, de sus inclinaciones sexuales. Eso sí, daba para pensar lo contrario, si analizaba su relación con mujeres, nunca jamás había tenido un flirteo conocido, del barrio al menos, siempre se lo veía con desconocidas, forasteras.
- Este tipo- dijo Héctor señalando a Hugo- es un descarado, nada más. Emplea un tipo de seducción rufianesco, obsesivo. Es simpático, tiene pinta y algo loable: nunca renuncia a sus proyectos. Les gana por cansancio. O bien, termina injuriado por la candidata.
- Buen vendedor de autos usados- dije yo, y todos rieron.
- Usted en cambio- respondió Hugo a Héctor, sin tutearlo- cuida el detalle, no se mezcla con cualquier mujer, por más linda que sea, si lo va a meter en problemas. Es muy calculador.
- De eso se trata- retrucó Héctor, enorgullecido por la inteligente deducción de su contrincante- A la belleza se puede renunciar, abunda en otros lugares. Mezclarse en amoríos con mujeres de los alrededores, es una táctica muy bien pensada para no tener problemas con los vecinos.
- Claro, los años no vienen solos- acotó el metalúrgico, con el rostro bruñido de alcohol- Contale al pibe cómo algunas te hicieron salir de la vaina, je, je, je. ¿Te acordás de la mujer del carnicero? Terminó contando una historia jodida, ¿eh?
Héctor se puso de mal humor.
- Bueno, esos son imponderables. El riesgo siempre está, sólo hay que saber esquivarlo.
- ¿Qué hubiera hecho Pintos en tu lugar?- argumentó el industrial,  dirigiendo la mirada al joven contendiente.
Hugo calló. El horno no estaba para bollos, demasiado caliente.
- Yo sé lo que hubiera hecho- intervino el gordo de los palillos- se la hubiera cepillado, ja, ja, ja.
- ¿Qué pasó?- pregunté ingenuamente.
- Que con casadas no me meto, y menos si son del barrio.
- ¿Aún a costa de tu honor? La mina puso en duda tu hombría- dijo otro de los invitados.
- Bueno, hay mujeres y mujeres, ésta resultó muy jodida. Yo no salí a refutarla, hubiera sido un escándalo. Se imaginan, un pobre tipo como el marido, lidiando conmigo. Se dio cuenta, la echó de la casa y me pidió disculpas en su nombre.
- Eso está bien- dijo Hugo, en defensa de su detractor- Había que estar en los zapatos de Héctor, uno debe conservar su lugar en la sociedad, no perderlo por una chiruza.
La mesa rió al unísono.
- Pero, pibe, ¿de qué lado estás?- preguntó, irónicamente, el metalúrgico.
         - Lo que pasa, queridos clientes, es que ustedes no vieron a Héctor actuar en otras latitudes de la ciudad, donde se lo conoce mejor en este campo; es casi tan seductor como yo- respondió Hugo, echándose a reír.
         - Algo debo reconocerte muchacho, quizás tu más notable cualidad- interrumpió Héctor-, la paciencia. No sentís la indiferencia de algunas mujeres, de cada diez ganás una, un trabajo agotador que, sin embargo, te deja satisfecho. Yo no me sentiría conforme pero para vos es un buen promedio, ¿no es así?
- Así es, y se olvida de algo más, querido Héctor, cuando lo consigo renuncio al toque; siempre tengo un argumento para dejar colgada a la dama, y ninguna se ofende, je. No hay que enamorar a las mujeres, hay que tentarlas, nada más. Es preferible perder, en algunos casos, antes de ganarse problemas. Usted, en cambio, mantiene relaciones prolongadas, las enamora, las deja en suspenso, suspirando.
- Más que nada por la guita- intervino Tito Robles, riéndose a carcajadas- las pibas tienen toda la ilusión de engancharlo, para el casorio, digo, se hacen el bocho con el bienestar y las riquezas de Colombo, jo, jo, jo...cuando empiezan a hacer proyectos este hijo de puta les corta el rostro.
- No es tan así...
- Algo de eso escuché- se interpuso Luis Aguilar, un viejo acaudalado dueño de una empresa de construcción y otras propiedades- por eso Héctor le escapa a las mujeres del pueblo, prefiere las extranjeras. Éstas no pueden hacer escándalos.
- Mire, don Luis, con todo respeto, usted no sabe nada de mujeres...
- Claro que no, conozco una nada más, mi mujer, y con ésa sola me basta para figurarme a todas. Nunca me gustó correr tras las faldas, como ustedes, tampoco ninguna corrió tras mío. Prefiero ser viejo, gordo y feo y no caer en esas redes.
- Bueno, la presencia no importa, la guita sí, y usted tiene mucha- dijo Hugo maliciosamente.
- ¿Que no importa la presencia?- respondió el viejo- ¿Qué me dicen de Ramón, eh? Seco, mal hablado y toda una chorrera de minas tras él.
- El pibe es joven, tiene facha- acotó Tito- Las minas se encandilan ante un carilindo. Mi nieta también andaba frita con el pendejo, cuando lo vio trabajando y echo un andrajo, echó culo, je, je, je. No me costó mucho convencerla, la guita es todo, viejo.
- Las pibas adolescentes, puede ser, pero las más grandecitas, andan revoloteando como perras caldeadas. A ésas no les importa mucho la pobreza y el lenguaje.
Ramón Puerta era un muchacho de dudoso origen para todos, nadie sabía aquí de donde venía. Una semana después yo me encontraría frente a él leyendo su legajo policial. El pibe me cayó bien, a pesar de su prontuario, noté una franca inclinación por corregirse. No iba a descubrirlo mientras se portara bien pero le aconsejé alejarse lo más posible de las mujeres, no le costaba esfuerzos seducirlas, razón suficiente para meterse en problemas. Era albañil, andaba siempre rotoso y era bastante mal hablado. Vivía en uno de los vagones abandonados en la estación de trenes. Allí había, y sigue habiendo, más de diez de esos vehículos estacionados en las vías desde hace quince años, desde la época de Alfonsín, cuando el Gobierno cerró las líneas de trenes del norte. Ramón era uno de esos tipos descriptos por las mujeres como bello; era alto, musculoso, rubio, de ojos celestes, bien formado, en fin, un galán de cine como quien dice. Por supuesto, cuando se lo veía de fajina, trabajando digo, andaba empilchado con ropa rústica, de obrero, mugriento, pero no por eso dejaban ellas de mirarlo al pasar a su lado, a pesar del aspecto. Además, y esa era su mayor atracción entre las damas, el pibe (voy a decirle pibe porque todavía no llegaba a los veinticinco) tenía un rictus pintado en el rostro, como decían ellas, una impronta jugando en esa figura de rasgos perfectos, de adonis, y era un gesto de malicia reflejado en esa sonrisa permanente, de labios inclinados a un lado y acompañados por esa mirada azul en sus ojos, siempre fulgurantes de deseo, tanto como a ellas les gusta. Además, era inteligente; su patrón, Don Luis Aguilar, el dueño de la empresa constructora, en dos años lo había ascendido de simple ayudante a calificado. Fue increíble para sus compañeros, pero Ramón se hizo profesional del oficio en muy poco tiempo. No obstante, eso no fue todo. Por esa época también había empezado a estudiar en la escuela secundaria nocturna. Era muy educado, aunque con las mujeres, furtivamente inescrupuloso. Tenía una forma de dirigirse a ellas, literalmente, muy directa, como dirigiendo una broma de doble sentido. No sé como lo hacía, pero siempre les caía bien, y no era por la pinta, nada más, que las minas le toleraban indiscreciones. Bueno, nunca recurrió a esa estrategia dentro de las diez manzanas, es decir, dentro del barrio. En ese asunto era como Héctor, vivía en esta comarca pero tenía bozal para las mujeres de aquí. Ni las miraba, andaba siempre con la cabeza gacha, y hasta los maridos se iban a trabajar tranquilos cuando lo dejaban en sus propias casas haciendo algún trabajito de albañilería. Por eso Ramón era inteligente; todos los hombres del barrio lo conocían, y a todos caía simpático; él era un compinche, como decían algunos, estaba siempre dispuesto para cualquier menester, sabía cocinar asados como ninguno, era el mejor acompañante en las travesías de caza y pesca y el mejor a la hora de charlar en sobremesa, tenía un catálogo de cuentos y chistes siempre actualizado, y la sonrisa fácil. El compañero ideal para los hombres.












II
Bueno, ésta es una buena manera de comenzar una crónica, como diría mi hijo Abel. Seguro, estoy tan acostumbrado a darle un rodeo a las cosas que siempre me voy por la tangente. Para ir derecho al grano, voy a empezar formulando una pregunta: ¿Por qué diablos estaría yo contando episodios de mi vida y describiendo a estos tipos del barrio? Sin dudas, no es porque les envidio sus cualidades, porque quisiera ser como ellos y no tengo las herramientas a mi alcance. No. Yo soy un hombre hecho, tengo mi familia, mujer y dos hijos, el menor, Abel, de 17 años, haciendo el último año de la secundaria, y el otro, Ricardo, de 27, estudiando abogacía en la Universidad. Nunca me fijo con malas intensiones en otra mujer, por respeto a la mía, una muy buena ama de casa, cariñosa con sus hijos y conmigo. Pero soy policía, comisario ahora, y de la seccional de la ciudad, y hace dos semanas estoy hecho hilachas buscando uno, o varios, asesinos peligrosos. El asunto es el siguiente, el día 3 de agosto del corriente, hace quince días, una mañana de frío terrible, ventoso y lluvioso, el vecino de una casa de campo, apenas a dos kilómetros de aquí, encontró el cadáver de una mujer joven, de treinta y siete años, estrangulada con un cable de plástico, para decir mejor, de esos conectores de señal televisiva. El hombre se extrañó de ver el auto de su vecina fuera del garaje, bajo las inconveniencias del tiempo, algo raro para él pues la mujer cuidaba mucho del vehículo importado. Estuvo más de una hora esperando ver algún rastro de presencia en la casa, algún ruido o algo por el estilo. Escuchó sonar el teléfono varias veces, en forma insistente, pero nadie atendía.  Al rato no aguantó la curiosidad, entró al jardín y golpeó las manos. Diez minutos después se atrevió. Según él, la mujer, o estaba dormida, cosa inusual en ella pues era de costumbres estrictas y nunca, salvo los domingos y los feriados, quedaba en cama hasta tarde, o algo le había pasado. Se acercó a la puerta de entrada y probó a mover el picaporte; estaba abierta, sin llave. Dudó un momento, pero al fin se decidió y entró a la sala de estar. Su sorpresa fue mayúscula, la joven estaba recostada en el diván, con las piernas estiradas y colgando al vacío desde las rodillas en adelante, los brazos doblados en el codo, con las manos agarrotadas al cable que rodeaba su cuello, la cabeza estirada hacia atrás, colgando por el posabrazos del mueble, y un gesto de terror en el rostro, especialmente en los ojos, abiertos en dirección al techo. El televisor estaba encendido y el volumen muy bajo, el control en el suelo, a más de dos metros de la occisa, como si lo hubiera arrojado a propósito, quizás a su atacante. En el piso había también restos de bocadillos y un plato roto, supuestamente caídos de la mesa ratona, el cenicero de pie también volcado al suelo, pegado al control remoto, la alfombra arrugada en gran parte de su superficie, como si ella hubiera resbalado sobre el lienzo luego de un gran esfuerzo.  En fin, teniendo en cuenta todo este desorden, más algunos moretones en los brazos, piernas y cara de la joven, indujimos se defendió tenazmente antes de ser estrangulada. Esta fue nuestra primera impresión al estudiar el escenario del crimen: la mujer se hallaba sola en el momento del asalto, supuestamente alguien entró de improviso y la sorprendió, por eso nuestra tarea inicial fue la de buscar rastros en puertas y ventanas, para constatar por cuál de ellas se pudo introducir el o los intrusos. No pudimos hallar ninguna huella. Con respecto al cadáver, la joven estaba pulcramente vestida, es decir, no hubo intento de violación en el momento del ataque, aunque el médico forense diagnosticó podría haber tenido relaciones sexuales poco tiempo antes, quizás en la media hora anterior, con preservativos o algún otro medio de prevención; el galeno no encontró rastros de semen, aunque sí de excitación en la piel interior de la vulva, pero eso, nos explicó, podría ser a causa de la utilización de algún elemento de utilería, de ésos usados por las mujeres para masturbarse (encontramos varios en su dormitorio); después se higienizó y con eso borró todo elemento de investigación científica. Al terminar la inspección en la casa, y con el estudio forense confirmado, nos quedaba poco y nada para la pesquisa, sólo el silente  cadáver y un campo inmenso para la imaginación o la deducción. Y justamente con mucha imaginación, mi colaborador, en este caso el joven Martín Lucero, tuvo la feliz idea de estudiar el escenario apelando a otro enfoque analítico, digamos, distinto al ejecutado por la práctica investigativa ordinaria. Como ustedes sabrán, la pesquisa responde a una serie de pasos a seguir, previamente determinados por la práctica y la experiencia de años de historia, técnica aplicada en todos los casos e infalible, se atrape o no a los culpables. Es como decir: un asesino siempre actúa siguiendo los patrones de conducta determinados por la ciencia investigativa; uno de ellos, por supuesto, y no son muchos,  respondiendo de esa forma a una manera particular de accionar. Todo homicida, aunque diseñe un plan muy bien estudiado y se esmere por borrar las huellas, siempre actúa bajo el rigor de una de esas fórmulas. Y en este caso se trata de un tipo frío y calculador, quien ha formulado con antelación un plan de ataque, siguiendo paso a paso el proyecto, casi con rigor científico. Por ejemplo, después del crimen se tomó el trabajo de borrar sus rastros prolijamente, es decir, sus huellas digitales, porque el resto de escenario dejó intacto, quizás para mostrarnos la violencia empleada por él para atacar y por ella para defenderse. La única desgracia para nosotros sería el accionar de algún forastero, alguien desconocido en la ciudad, ocasionalmente de paso. Eso sería muy frustrante, porque en ese caso las circunstancias ayudaron al agresor a realizar el crimen y luego marcharse sin problemas. Estaríamos perdidos, pasarían años antes de resolverse el homicidio, si algún día se lo resolviera, y en el caso de aclararse, únicamente el azar podría ayudarnos.
Pero, como dije antes, Martín ató algunos cabos y hoy tenemos la esperanza de resolverlo. Con esto quiero decir lo siguiente: el matador no era un forastero sino alguien de nuestra comunidad, y no me refiero con esto solamente a la gente del barrio, sino también de otro lugar de la ciudad. ¿Por qué? Siguiendo las pautas empleadas por mi asistente, el asesino no entró de forma furtiva a la casa de Esther Dejón (así se llamaba la occisa); ésta le permitió el paso de propia voluntad. ¿Cómo llegamos a esa conclusión? Simplemente porque, a pesar de cuidarse muy bien el sujeto de no dejar rastros suyos en la escena del crimen, Esther jamás hubiera podido consumir dos botellas de cerveza y tanta cantidad de bocadillos como reflejan las bolsas casi vacías encontradas en el tacho de residuos de la cocina. Nosotros estudiamos los pasos previos de la víctima, desde su egreso de la escuela secundaria nocturna (allí ejercía como Profesora de Inglés), en el micro centro de la ciudad, hasta llegar a su casa, casi una hora después. Entremedio del trayecto paró en la estación de servicio a cargar combustible y comprar las bolsas de alimentos, chizitos, papitas fritas, maní, y las dos cervezas de litro de envases descartables. Como dijo Martín, nunca pudo haber tomado ella sola tanto alcohol, hipótesis corroborada después por el estudio de alcoholemia del forense; la muestra de alcohol en sangre determinada en el análisis pos morten daba una cantidad similar al contenido de medio litro de esa bebida. El resto, seguramente, lo bebió su acompañante, lo que, literalmente hablando, nos daría la imagen de un hombre, o mujer, de gran contextura física, capaz de asimilar tanta graduación alcohólica sin afectar su estabilidad emocional. Eso, por supuesto, si no derramó el contenido en algún desagüe de la casa; y en ese caso lo habría hecho con mucha diligencia: revisamos todos los conductos sin hallar rastros de bebida alcohólica. O se la bebió, o la cubrió echando agua a las cañerías. El tercer día después del asesinato, con estos datos recabados en nuestro haber, pudimos ensayar un relato sobre el acontecimiento. Esther había concertado una cita con alguien conocido, por eso la compra de los bocadillos y cervezas. Terminó su tarea en la escuela y se dirigió a la estación y de allí a su casa, tiempo estimado en aproximadamente sesenta minutos. Una vez allí tomó una ducha, se cambió y esperó la visita; luego compartió con ella el refrigerio. Para ese entonces eran ya las once de la noche, aproximadamente una hora antes de la muerte según los estudios forenses, producida entre las once y media y doce y media. ¿Qué hicieron en ese lapso?, seguramente charlaron, comieron y bebieron, y al final, discutieron. ¿Por qué esto último? Bueno, esto al menos inquirimos con Martín: el asesino no la tomó por sorpresa, desde atrás digo, sin ella antes percatarse de la intención del atacante. Le avisó, o le dio señales, segundos antes, por eso la reacción de Esther al tratar de defenderse arrojándole el control remoto y el cenicero de pie, objetos seguramente al alcance de sus manos. Según nuestra hipótesis, en un momento determinado, haya habido discusión o no, el homicida fue desenrollando el cable de la TV, sobrante del prolongador de señal instalado tras la ventana en la pared exterior, una cinta de plástico arrollada como los lazos de vaqueros (en ese momento probablemente el asesino ya se había calzado guantes), y al mismo tiempo le fue sugiriendo su intención. Seguramente Esther se alzó del diván, le arrojó los objetos al cuerpo (ambos dieron en el blanco según pudimos suponer: se hallaban a la par a más de dos metros de donde se encontró el cadáver) pero con tan poca fuerza que el impacto no afectó para nada al atacante. Éste se acercó, la empujó nuevamente sobre el sofá, la neutralizó dejándola acostada en la misma posición que se la encontró después, la rodeó por detrás y la enlazó dándole tres vueltas con el cordón de plástico por el cuello. Después sólo debió tirar de ambos extremos, mientras ella trataba de bloquear la opresión del cable con las manos, y sacudía convulsivamente las piernas para darse fuerza. Debe haber sido terrible ese momento para ella, verse sin oxígeno de manera tan violenta, y el último hálito de vida dirigido expresamente y con mirada desesperante al rostro de su asesino.
Tácitamente, podríamos establecer un punto del suceso como probable; Esther esperaba tener sexo con el visitante, ya sea este hombre o mujer (más adelante vamos a presentar las inclinaciones sexuales de la dama). Pensamos factible esta conjetura por el hecho de encontrar sobre su cama de dos plazas, prolijamente alistados sobre ella, algunos artefactos y prendas eróticas (vibradores, anillos de siliconas y sujetadores elásticos con penes de gelatina), listos para usar. Estos juguetes indicarían explícitamente que el homicida podría ser una mujer (usualmente son artefactos usados por lesbianas), pero nunca se sabe. Sabemos sí, y estamos seguros de ello, que el asesino no entró al dormitorio, es decir, no tuvo contacto con los objetos y quizás ni siquiera sabía de su presencia allí. Esther no estaba segura de recibir la aceptación del visitante, o esperaba darle una sorpresa porque la puerta del dormitorio se hallaba cerrada con llave y la misma colgada en un tablero de la cocina junto a otras de la casa. El intruso no debió utilizar las llaves para hurgar en las varias habitaciones; su intención no era robar sino matar, aunque tuvo tiempo suficiente para hacerlo. De todos modos, descartamos el robo, el procedimiento así lo demuestra: la mató, limpió sus huellas acordándose cada lugar donde posó sus manos y cuerpo (son tangibles los rastros de un paño sobre picaportes y superficies de madera y paredes), y no se llevó nada que a simple vista pudiera faltar; ni dinero ni alhajas, hallados por nuestros pesquisas en varios muebles de la casa, de fácil acceso.
Cuando investigamos a la víctima, Esther resultó ser una mujer muy admirada por sus colegas, respetuosa y muy atenta con ellos. No tenía parientes en la ciudad, son oriundos de Santa Fe, pero sí muchos conocidos, la mayoría perteneciente a la elite de la sociedad y a la comunidad profesional. Si bien su propiedad estaba dentro de los límites del barrio de mi jurisdicción policial, ella no frecuentaba con los vecinos, muy pocos la conocían, un par de familias lindantes a su casa, ubicada a las afueras, al otro lado de la ruta provincial, en un lugar alejado cinco cuadras más al norte del parque, el último bastión de la zona urbana, más allá del cual sólo se levantan casa-quintas. Una de estas posesiones pertenecía a la occisa, como ven, lejos del centro del barrio, una construcción muy compleja y bien cotizada. Bueno, ella pertenecía a una familia muy adinerada de la ciudad Capital, por eso vivía lujosamente, lo que no podría haber financiado con el sueldo de docente, aunque fuera muy elevado; ella trabajaba en la escuela pública y era dueña de una Academia de Enseñanza de Inglés, muy estimada en la ciudad. Sus ingresos no eran magros, y menos aún teniendo en cuenta la retribución mensual recibida por ser accionista de las empresas de la familia. En cuanto a sus amistades, Esther se relacionaba con lo más nutrido de la elite. No se le conocía pareja estable, aunque algunos hombres o mujeres solían acompañarla a reuniones sociales, restaurantes y locales bailables. El vecino que descubrió su cadáver, eso lo declaró en la indagatoria, sospechaba tenía una vida licenciosa: organizaba fiestas en la casa, dos o tres veces al mes, se llenaba de gente y autos de gran porte y amanecían bebiendo y charlando dentro de la mansión. Eso sí, jamás alborotaron con ruidos molestos a los vecinos. La mayoría de las noches venía a su casa acompañada, a veces con hombres, otras veces con mujeres, al poco de llegar apagaban las luces y al día siguiente, muy temprano, antes de la salida del sol, se marchaban.
Como ven, Esther no era una santa, ni mucho menos, aunque sí una buena profesional. De todas las indagaciones efectuadas a los conocidos y amigos, éstos destacaron en primer término su cariño incondicional a la dama, por todas sus cualidades profesionales y por su tendencia natural hacia la amistad de cualquiera, la amabilidad y respeto por el orden y la disciplina. Todos coincidieron en que jamás provocó un altercado, ni tuvo expresiones de mal gusto, estallidos de ánimo y nada parecido, en los últimos diez años, época en que llegó a la ciudad. Sus amigas íntimas, sin embargo, no pudieron decir nada acerca de sus inclinaciones sexuales. Habían hecho un pacto de amistad, promovido por Esther justamente, de no hablar de maridos, novios o sexo. Ellas respetaron el pacto como si fuera tema tabú, y así mantuvieron las relaciones durante mucho tiempo, hasta la fecha del suceso. No obstante, encontramos personas que sí hablaron del tema. Indagando acerca de sus salidas nocturnas, arribamos a un local al norte de la ciudad, una parrilla ubicada en la costanera del arroyo, donde Esther solía almorzar y cenar con distintos acompañantes. El dueño, Gary Espinoza, era un homosexual muy conocido, no solamente por el local bajo su administración, restaurante donde se reunía y sigue reuniendo lo más exclusivo de la sociedad, sino también por sus cualidades histriónicas. En esta localidad era el alma mater del grupo de teatro vocacional y de otras agrupaciones relacionadas con el arte. Lideraba el grupo de homosexuales en lucha por sus derechos, era el redactor de discursos del Intendente y el orador oficial de los eventos organizados por la entidad. No se le conocía pareja oficial, pero practicaba la promiscuidad con amantes ocasionales, principalmente jóvenes prestos a oficiar de acompañantes a cambio de dinero. Todo era publicidad, por supuesto, jamás se lo había visto públicamente con ninguna de estas supuestas parejas, todo quedaba librado a la imaginación y los comentarios de la gente de la ciudad. Yo, no obstante, conocía al dedillo sus aventuras, sabía donde se reunían para realizar esas fiestas orgiásticas; seguramente Esther había estado presente en muchas ocasiones en esos encuentros.
Bueno, indagar a Gary fue una de mis intenciones desde el principio, aunque primero debí reunir material necesario para una entrevista provechosa, recabar algunos datos y llegarme hasta él con información fidedigna. Cuando comenzamos a hablar del tema, durante aquella primera visita, Gary no se inmutó; él sabía perfectamente sería uno de los primeros interrogados, por la relación mantenida durante años con la víctima. No obstante, me sorprendió realmente su apasionada efusividad, debí esforzarme al límite para conseguir las respuestas concretas a cada pregunta. Martín, mucho más perceptivo en ese tipo de pesquisa verbal, supo aprovechar cada una de las extensiones de la charla, escuchar pormenorizadamente los comentarios anexos de Gary cuando se iba por las ramas. Entre esas continuas desviaciones durante la entrevista pudimos recabar datos suficientes para configurar una imagen somera de la muerta, aunque fuera de forma imprecisa y deslucida. En conclusión, Gary nos confió una lista de amantes de Esther, hombres y mujeres motivados por sus inclinaciones bisexuales; con todos ellos había alternado según la naturaleza genital de los mismos, intercalando entre uno y otra de uno por vez. Eso nunca lo había extrañado, para él, la inclinación promiscua de Esther era lo más normal en su comportamiento, pero no las repetidas visitas al restaurante acompañada por una misma persona. Gracias a este último dato rescatamos lo más esencial de la información. El hecho de haber repetido las visitas escoltada por la  misma mujer,  inusual y suficiente para abrir los ojos del empresario, a quien, según sus propios dichos, lo había sorprendido la actitud, fue suficiente para preocuparlo. Intentó un par de veces hablar con ella sobre el asunto, interrogarla acerca de esa nueva táctica, o quizás interesado por saber si al fin su amiga se había enamorado de alguien. Razones no le faltaban para pensar en esa posibilidad. La mujer, una profesora de gimnasia de la escuela pública, Rosa Palermo, de veinte y tantos años, se destacaba justamente por ser una de las beldades de la ciudad, conocida por toda la comunidad educativa y la candidata obligada de los jóvenes ricos en busca de compañera. Yo no la conocía, o creía no acordarme de ella en ese momento, pero la descripción de Gary me dio una idea aunque sea borrosa de su figura. Mujer muy alta, de un metro ochenta, musculosa y estilizada, de esa musculatura bien modelada para no deformar los patrones de belleza femenino, afable pero de carácter, y muy reprimida, Según Gary, esto último debido a la frecuente necesidad de refrenar impulsos violentos y temperamentales. Fue suficiente para acordarme inmediatamente de un hecho ocurrido un par de años atrás, cuando Rosa debió comparecer ante el oficial sumariante de la comisaría por una denuncia efectuada por una vecina del barrio. Se trató de un suceso barrial en el cual se vieron involucrados el hijo de una vecina y la susodicha Rosa. En esa ocasión, la involucrada llegó de visita a la casa contigua de la denunciante, una compañera de estudios; al momento de ingresar a la vivienda recibió una retahíla de piropos obscenos por parte del joven. Al retirarse, ya al borde del oscurecer, el muchacho volvió a repetir los versos lascivos. Rosa, ofendida, replicó con golpes sobre la cara y el cuerpo del sedicioso, golpes certeros y propios de los aficionados a una técnica de lucha oriental. El muchacho, de gran contextura, sufrió la quebradura del tabique nasal y moretones en el cuerpo. Rosa debió comparecer ante las inquisitorias de un proceso judicial, pero el juez, finalmente, dio por terminada la causa por lesiones graves reuniendo a ambos implicados en una cesión donde acordaron olvidarse del asunto. El hecho, así recordado (con Martín después revisaríamos el expediente de esa causa), me reveló el perfil violento de la dama, quizás la autora del crimen, o al menos, la sospechosa principal del asesinato.
Y eso sugerí a Martín, al retirarnos del local de Gary, cuando le transmití este hecho anterior, un antecedente importante para descubrir la conducta impetuosa de la muchacha. Y, además, las características físicas de quién podría haber accionado en contra de Esther, una persona sin duda fornida, que logró reducirla fácilmente en pocos segundos. Martín, por supuesto, me pidió encarecidamente no precipitarme ante cualquier evidencia. La trama de un caso como éste posiblemente no sería fácil de descifrar, tan sencilla como para resolverla en pocos días, y menos contando con las pobres certidumbres de mis impresiones; éste no era el camino ideal para hallar al homicida. Si fuera ella, ¡claro! no la dejaríamos escapar, pero primero debíamos reunir más pruebas.
Algo, esa intuición particular de mi colega, que yo casi había perdido después de tantos años de trabajo en oficina, después nos llevó a analizar meticulosamente los comentarios de Gary, esas aletargadas acotaciones al margen obviadas por mí durante la entrevista. Martín las percibió acusando un poder de atención, yo diría, desmesurado. Una hora después llegamos a la Seccional y nos pusimos a repasar puntillosamente aquella charla, la secuencia del diálogo con Gary.
- Dígame señor Espinoza, ¿usted conocía bien a Esther Dejón?
- Que si la conocía bien, bueno, conocía todo lo de ella, lo más íntimo creo yo, hasta las piezas de su vestuario, ¿alcanza? Ella no compraba una prenda sin consultarlo primero conmigo (llanto y pausa)...mire, dos semanas antes de su muerte fuimos a la tienda de Oscar y elegí yo su ropa interior. Je, a ella le gustaba el rojo para sus prendas íntimas, pero en esta ocasión le aconsejé el rosa y estuvo de acuerdo. La ocasión daba para ello, el tipo con el que iba a verse era joven, muy joven, y el rojo le cae mal a la juventud. Se lo digo porque de hombres sé mucho, je. Ella ni se inmutó, me dejó elegir y aceptó....
- ¿Usted conoció al joven?- preguntó Martín
- Sí, estuvieron cenando en esta parrilla. Era un pibe muy hermoso, ay, como la envidié esa noche...pero muy perverso, su cara me lo indicaba, ay, Esther ¡qué mala suerte!...(pausa, llanto),.... ella, como siempre, imperturbable... porque tenía un defecto, sabe?, con sus amantes no era como con sus amigos, no se emocionaba para nada, eran algo así como un objeto, así los trataba, ¿eh?, como objetos, no les faltaba el respeto ni nada, pero...bueno, ella era así, se reprimía ante ellos, pero en su interior, mientras duraba el encuentro social, ansiaba solamente el momento de la partida, de estar a solas y desatarse con todas sus ansias. Era promiscua, como yo, je, una verdadera fanática del sexo, y tenía con qué, un físico envidiable....
- ¿Volvió a este lugar con el joven?
- Nooo, Esther jamás repetía con el mismo, o con la misma, jamás. Para ella era todo experimentación, una sola vez, y basta. Ya está, era suficiente. Salvo con Rosa, con ella sí, las últimas tres visitas a mi local llegó acompañada por ella. Algo le había pasado, o se había enamorado o alguna otra cosa la ataba a esa mujer. Yo, la verdad, no esperaba esto, intenté comunicarme con ella, los días previos a su muerte, pero no pude. Fueron cuatro días en realidad, me distancié de ella, je, no la pude ubicar, no atendió mis llamados en la escuela, ni en su Academia y ni en su casa. Tampoco se acercó a la parrilla, perdí totalmente contacto con Esther en esos días, después esto, vio?, la mataron, je, debió ser aquel joven, el adonis, tenía una cara...de malvado...
- ¿Como vio la relación con Rosa?
- Le digo, no hablamos de ese tema, no pude. Usted me pregunta qué pienso de Rosa? Mala espina, me da. La primera noche habló ella solamente, Esther sonreía de vez en cuando, la segunda y la tercera parecía sermonearla, esa cara de ladina, de Rosa digo, parecía retarla continuamente, se le veía en la expresión de la cara. Sabe usted, hay personas trastornadas, no pueden dominar su carácter y así dominan a los demás; mire, conozco mucha gente así, tipos callados y en apariencias compasivos, pero cuando explotan se viene todo abajo.  Otro de los acompañantes de Esther es así, un hombre mayor, de unos cincuenta años, vino con ella un día martes, lo sé ver por ahí, en el centro, je, parece un santo pero no deja de acosar a las mujeres. Por eso la sedujo, según me contó ella después, un galán fuera de hora, con  dinero, facha, y una labia embriagadora;  se las gana a las mujeres con la charla; eso la impactó a Esther, y decidió concederle una gracia. Cuando salieron de aquí, ese martes, la castigó duro en el parque de estacionamiento, yo lo ví todo, la metió en el auto como si fuera una bolsa de papas, je. Me asusté, esperé un rato y después la llamé a su casa, le comenté lo sucedido, si necesitaba ayuda, se rió, me pidió no contara nada, estaban ensayando, ella quería probar su veta masoquista y se dejaba maltratar a propósito, era buen compañero, dijo, de esos condescendientes sin limitaciones ante un pedido femenino. Bueno, así era Esther, ¿sabían ustedes que era muy rica? (pausa, llanto)...
- ¿Los vio juntos nuevamente?, cómo era el hombre?, descríbalo.
- No, ya le dije, Esther no salía dos veces con la misma persona. A ella la vi al otro día, tenía un ojo morado y varios moretones en el cuerpo. Me los mostró aquí, en la trastienda, estaba loca de alegría, dijo que había sido una experiencia inolvidable, que lo mejor había sido el estrangulamiento, esto es, en el momento del orgasmo el compañero le apretó la garganta hasta dejarla casi sin aire. Sabía mucho el tipo, mucho de esos juegos sexuales, je. Un instante más, me dijo, y pasaba al otro lado; valió la pena correr el riesgo, el placer fue superior. Se le caía la baba al recordar, con este sí hubiera querido repetir, me confesó, pero el tipo se negó, le dijo que no. Le pregunté el nombre, quien era, siempre le preguntaba acerca de los desconocidos, pero no quiso decirme, se los llevó a la tumba. ¿Cómo era? Un tipo pintón, muy pintón, pelo entrecano pero bien arreglado, bien vestido, rubio y muy serio. Intercambié algunas palabras con él, en la mesa, tenía la voz ronca, y ademanes de galán. Ustedes podrán verlo si quieren, en la Richmond, la confitería del centro, ese es su lugar habitual, allí se levanta las minas.
- Recuerda algún otro acompañante, digo, de estas últimas semanas?
- Saben ustedes, Esther no era cliente de todos los días, eh? A veces se ausentaba por semanas; la mayoría de las veces recibía a los amigos en su casa, cuando éstos le pedían discreción. Bueno, tampoco era cuestión de hacerse ver aquí, entre la elite de la sociedad, con personas del mismo nivel social. Je, tampoco vayan a creer era muy respetuosa con sus conocidas, mejor dicho, con los maridos de ellas. Nunca me dio el nombre de ninguno, siempre fue reservada en ese aspecto.
- Si nunca le contó acerca de esos encuentros, ¿cómo sabe usted que existieron?
- Ay, amigo, no se da cuenta usted de la esencia mi trabajo; aquí no estoy solamente sentado para recibir a los clientes, desde este lugar privilegiado observo el desarrollo de todo el movimiento dentro del restaurante. Fíjese, venga aquí, a mi panóptico, observe cómo de un vistazo se puede apreciar, a lo largo y a lo ancho, todo el recinto. ¿Ve?, las cuarenta mesas están ubicadas de forma que yo pueda vigilar todo el acontecimiento, el talante de los comensales, el desenvolvimiento del personal  de servicio, incluso la gente paseando por la calle. Esa es mi tarea, vigilar para descubrir cualquier inconveniente y resolverlo de inmediato. Tengo personal de seguridad, me ayudan frente a cualquier dificultad, je. Aunque usted no crea, los ricos también se emborrachan a veces, y en esos casos uno debe ser cauto, retirarlos con tacto, con disimulo, sin herir susceptibilidades. Esos clientes son créditos potenciales para mí, cuando están sobrios vuelven al restaurante, saben cómo los cuidé y presté la mejor atención. Por eso es tan estimado mi negocio, quien viene a almorzar o cenar aquí se encuentra protegido, eso es muy importante.
- Con su respuesta no contestó mi pregunta.
- A eso voy, no se precipite. Esther nunca venía a mi local los días de mayor convocatoria, es decir, viernes, sábados y domingos. Esos tres días son sumamente productivos para el negocio. Aquí se trabaja con mesas reservadas y por turnos. Se abre a las 21,30, hora en que comienza el primer turno de reservas, ocupado por grupos familiares, hasta las 23 hs., horario en que las familias se retiran y llegan los del turno siguiente, parejas con mesas individuales o grupos de amigos, todos adultos, mujeres y varones, o grupos de mujeres y grupos de varones. Muchos de estos grupos o parejas suelen quedar hasta bien entrada la madrugada. No se olvide, la bebida más consumida aquí es el champagne, y del mejor y más caro. Esas horas de jolgorio son las más redituables para mí.
- .......................?
- Los otros días, lunes, martes, miércoles y jueves, otorgo algunas licencias. A mi local puede entrar cualquier persona de la ciudad, siempre y cuando sea conocido mío, venga bien vestido y tenga dinero para pagar la consumición. Mis clientes ricos saben esto, y no les importa, saben que yo debo producir mi negocio y ellos no pueden pasar toda la semana ocupando las mesas. Sin embargo, muchos de ellos, familias y parejas, por acontecimientos especiales, aparecen esos días y se mezclan con los demás. Aquí reina la tranquilidad, se puede reír y festejar, pero con cautela, je. Ahora vamos a lo suyo, Esther concurría al restaurante únicamente los días de entresemana, ocupaba siempre la misma mesa, ésa que ve allí, pegada al ventanal lateral. Me llamaba con anticipación, cuando tenía una cita, y yo se la preparaba con cuidado, como a ella le gustaba, con vajillas de porcelana, vasos de cristal, cubiertos de plata, servilletas de seda y un ramo de violetas. Usted se va a reír pero, sus invitados, y he visto muchos transitar por aquí durante años, quedaban anonadados ante la mesa servida. Algunos, ja, ja, ja, no sabían distinguir de entre los vasos para el vino y la copa de champagne. Ella elegía el menú y se divertía a rabiar, les enseñaba cómo se debe tomar con las manos la botella de vino y como asir los cubiertos. Como ven, la mesa está cerca del mostrador, a casi veinte metros de la puerta de ingreso, ella siempre se sentaba de espaldas al bar, dejando a su compañero irreconocible desde la entrada principal; cuando se retiraba, lo hacía por la puerta de servicio, sigilosamente, tratando de ocultarse de los demás y así perderse por la playa de estacionamiento.
- Sigo sin entender.
- Sí, el relato no nos dice nada.
- Bueno, como dije anteriormente, esos días suelen venir a cenar parejas acomodadas, hombres de negocios, directivos y hacendados, gente de muy buena posición. Algunos de ellos habían tenido relaciones con Esther.
- ¿Cómo lo sabe? Usted dijo que Esther nunca le pasó ese dato.
- Je, je, pero yo lo podía adivinar fácilmente.
- ¿Cómo?
- Bueno, como ustedes verán, generalmente, cuando las parejas entran a cualquier local, el caballero le abre la puerta a la dama para dejarla a ella ingresar primero. Es un acto de cortesía, casi vulgar, diría yo, pero se practica en todos los niveles sociales, y más aún entre los de la elite. Bien, los hombres, por costumbre, se sientan dando la espalda a la calle, principalmente cuando eligen una mesa pegada a la vidriera de enfrente, o a un lado, dando su perfil al bar. Cuando estos hombres ingresaban al restaurante, después de su dama, dirigían la mirada hacia donde ellas saludaban, es decir, a su conocida, y en algunos casos, amiga, que era Esther. La mayoría de los hombres repetían el saludo de su compañera, lo que yo interpretaba, observando desde el panóptico, como una relación de amistad sin otra connotación. Al sentarse estos hombres se acomodaban en la mesa de la forma acostumbrada, como dije antes. Otros, algunos que conozco, generalmente jóvenes casados o novios, al alzar la vista y ver a Esther se ponían incómodos, no la saludaban o bien, apenas amagaban una sonrisa, luego buscaban una mesa lateral y se sentaban de espaldas a ella. Por esa actitud, dado que Esther era muy estimada por todos, yo intuía un acercamiento o relación clandestina entre ellos.
- Es una hipótesis, nada más.
- Y muy concluyente, amigo. Yo conozco a mi gente.
- Bueno, deberá hacernos una lista de esos hombres.
- Mmm. Lo pensaré.
- Deberá hacerlo, amigo, le aseguramos discreción.
- Lo pensaré, de todos modos.
- Y dígame, recuerda algún otro acompañante de Esther. De la ciudad, digo.
- Esther era muy recatada en esos asuntos, ya se lo dije. Podía detallarme sus experiencias puntillosamente, pero de nombres, nada. La mayoría de sus citas eran forasteras, viajantes de otras ciudades, gente contactada en el trabajo o en su empresa particular. Nunca más los volví a ver. Pero, si quieren saber de uno de acá, pues existe uno más sí, es un muchacho atractivo pero bastante fastidioso. Es vendedor de automóviles y sigue viniendo al restaurante. Todo el mundo lo conoce aquí, aunque no recuerdo su nombre ahora. Fue cita de Esther hace más de un año. A partir de entonces se hace ver de vez en cuando, con distintas damas, parece ser un don Juan, uno de esos calaveras que gusta cambiar de chica continuamente. A veces viene acompañado de otras parejas, muchas veces formadas por compañeras suyas de otras ocasiones. Se muestra como amigo de todas las mujeres, es escandaloso, ubica a su dama en un lugar y luego recorre las mesas saludando a todos los conocidos. Es un pobre ratón, sin embargo: elige el menú, y siempre lo más barato, bebe sólo gaseosa, sabe los costosos precios de los vinos. Algunas veces coincidió con Esther, pero nunca se atrevió a saludarla a la mesa, sólo una vez, desde la suya, levantó el brazo en señal de saludo, pero ella lo ignoró. El tipo quedó prendado, digo, por la forma de mirarla, con rencor. De todos modos, nunca la abordó aquí. Creo era asiduo al restaurante sólo por ella, por Esther. No asumió las reglas y se chifló; por verla, se gastó una fortuna, je, digo, para un tipo como él, con un sueldito de empleado, venir acá, una o dos veces por semana, es un salario completo.
- ¿Volvió después de la muerte de Esther?
- Anoche, lunes, estuvo, pero esta vez, la primera, sin dama. Vino con un grupo de hombres, de la empresa de autos. No sé bien por qué acontecimiento, pero hubo dos directivos presentes, gente de Buenos Aires. El gerente de la Filial, para agasajarlos, reservó una mesa para veinte personas. Estuvieron hasta tarde, casi las dos de la mañana. El fulano no habló, prácticamente, cosa rara en él, según lo conozco. Quizás porque no quiso mostrarse tal cual es frente a los ejecutivos, o por otra razón. Estuvo inquieto todo el tiempo, con la cabeza gacha. A la media noche, en sobremesa, pidió disculpas a sus jefes y se marchó.

II
Esto fue lo acontecido durante los primeros días de investigación. ¡Y qué coincidencia!, tres hombres del barrio donde vivo, distanciados pocas cuadras unos de otros, se hallaban comprometidos de algún modo en el crimen de Esther Dejón, aunque la versión de Gary Espinoza aludiera, también con nombres y apellidos, a otros, estos últimos pertenecientes a lo más selecto de la sociedad urbana. A nosotros los datos del primer indagado nos sirvieron para encarrilarnos sobre una pista firme, aunque fuera embarazosa; lo más urgente fue diseñar una pesquisa conforme a lo exigido por el fiscal de la causa, y ésa declaración de Gary Espinoza era la única en nuestras manos, es decir, el único camino posible para justificar un procedimiento investigativo. Cuando lo empezamos, pocos días después, Hugo se percató andábamos tras sus pasos. ¿Cómo llegué a esta conclusión? Fácil, al darse cuenta de la vigilancia desapareció inmediatamente de los lugares comunes, por ejemplo, el bar La Grúa, en la esquina de Pueyrredón y Mitre,  donde se reunía cada tardecita con los muchachos a tomar el vermouth, del club Amanecer, donde martes y jueves se juega a las naipes y nunca faltaba, pero, principalmente, de la comisaría. Todas las mañanas, desde hacía dos años, cuando asumí como comisario de esta jurisdicción, la mayoría de ellas, incluso los sábados y domingos, aparecía en mi despacho a tomar mates. Esas visitas destacan la amistad desinteresada entre él y yo. De pronto se borró de todos estos lugares, y ni siquiera me llamó para justificarse. ¿Sospechoso, no? Martín, a quien ordené la tarea de observación siguiendo las pautas del plan, organizó una vigilancia cautelosa de su nueva rutina. Salía de su casa a la hora acostumbrada, siete de la mañana, y se dirigía al trabajo sin detenerse siquiera en la panadería, como acostumbraba siempre, a comprar las medialunas para el desayuno de sus compañeros de oficina. No sabíamos cual argumento esgrimió ante ellos pero luego de cambiar sus costumbres empezaron a mandar al cadete a realizar la compra. Además, cambió sus hábitos en cuanto al traslado a la agencia de automóviles, distante cinco cuadras de su casa; para torcer el rumbo, hacía un rodeo, esquivando el trayecto más directo, al llegar a la esquina de Junín se proyectaba sobre ella hasta Belgrano, y después seguía sobre la misma hasta San Martín donde, una cuadra más al norte, estaba la Agencia; caminaba dos cuadras más evitando pasar por los lugares habituales. Sigue siendo sospechoso, ¿no?, y más si efectuó el cambio de ruta luego de la muerte de Esther. Pero eso no era todo. A la salida del trabajo realizaba el mismo periplo, entraba a su casa y no salía más hasta el otro día a la misma hora de la mañana. Los muchachos del bar y del club, sin embargo, no se habían percatado de la ausencia los primeros días. Yo, cambiando mis hábitos, porque nunca bebía alcohol, hasta ese momento y después de diez años al menos, empecé a visitar más de seguido el bar La Grúa. Allí nos instalábamos con Martín a la tardecita, a tomarnos un café. No intentaba yo hacerme adicto a mis viejas costumbres sino acercarme a la mesa para relacionar a mi asistente con los amigos de Hugo. No nos costó mucho, Martín era un profesional, quiero decir, un egresado de la Universidad con título en Criminalística y Accidentología, treinta años de vida, más o menos la edad de los muchachos del bar, y un poder de comunicación impresionante. En tres días logró  integrarse a la mesa de los condiscípulos de Hugo, sin resabios por parte de ellos, a pesar de ser policía. Los muchachos notaron rápidamente su preparación académica y dejaron atrás toda posibilidad de desconfianza. Lógicamente, la aceptación debía ser sencilla porque ellos tampoco debían cuidarse del hostigamiento, si en realidad se daban cuenta; eran, y siguen siendo, personas honestas, trabajadores con antecedentes impecables, razón suficiente para no sospechar de nuestras verdaderas intenciones. No me hizo falta enseñar a Martín cómo actuar, en ese sentido estaba mucho mejor preparado que yo. Algunos días después, justamente, luego de una semana de compartir el vermouth con ellos, y sin nombrarlo en ningún momento al sospechoso, uno de los muchachos se acordó de Hugo. Martín se hizo el desentendido pero prestó mejor atención a los comentarios. Aparentemente Hugo se había atrincherado en la casa paterna por el problema de salud de su madre; pero eso, tenía entendido yo, antes no había sido un impedimento para cambiar la rutina. Su madre estaba muy bien atendida por una asistente, empleada de la casa, por su padre, jubilado, y por su hermana. A la tarde del otro día Martín escucha por boca de sus nuevos amigos sobre un evento a realizarse el fin de semana siguiente. Los muchachos habían organizado una reunión, un asado programado en casa de Hugo, así éste podría ponerse al día con ellos. Por supuesto, el nuevo integrante de la barra, Martín, fue invitado al banquete, pero no les aseguró su presencia y prometió responderles veinticuatro horas después.¿Qué podíamos hacer nosotros frente a la disyuntiva? Si Hugo veía a un policía en su casa, y las cosas realmente fueran como habíamos pensado nosotros, podría ser un factor contraproducente para la investigación. Un gran problema. Pero la solución estaba en nuestras manos, únicamente. Pensábamos, ¿acaso los muchachos, en ausencia de Martín, no harían referencias sobre él y su condición de policía? De todas formas, si Hugo no sabía de su existencia como miembro del grupo, informes sobre él iban a llegarle de una u otra manera. Sus compañeros, conjeturábamos nosotros, ya le habrían hablado del nuevo compinche. Frente a esa nueva incertidumbre, decidimos concretar la asistencia de Martín al convite. Sea como fuere, Hugo tarde o temprano manifestaría alguna reacción contradictoria. Pensábamos eso porque su nueva conducta, la de aislarse del entorno, se mostraba como la de alguien perplejo frente a su destino. Si lo acosábamos, seguramente, intentaría huir, y eso demostraría de alguna manera su participación en el hecho, o al menos, conocer la identidad de los involucrados. ¿Por qué pensamos eso con Martín?. Porque la descripción hecha por Gary sobre otros dos acompañantes de Esther coincidían con las figuras de Eriberto y Héctor, un joven de rasgos adonisíacos y un veterano con características de play-boy. ¡Y qué casualidad! Los tres eran del barrio, estaban a mi alcance, y sentían inclinaciones irresistibles por las mujeres bellas. De Hugo estábamos seguros, las descripciones de Gary habían sido contundentes; lo mismo las de Héctor; hasta nos había dicho dónde encontrarlo, en la Richmond, su lugar de esparcimiento. Eriberto, en cambio, para asegurarnos de su identidad, debíamos ponerlo cara a cara con Gary Espinoza, así lo podría reconocer a la vista. De todos modos, aunque el procedimiento en casa de Hugo parecía factible de ejecutar, Martín no estaba muy seguro del plan. Expuso dos razones indiscutibles, primero: no podía ir al banquete vestido de uniforme, sería muy difícil esconder un arma entre ropas de verano. Además, resultaría una incongruencia profesional asistir desarmado a la casa de un presunto asesino, y menos aún, si era policía y el sospechoso lo sabía. Segundo, porque si realmente se confirmaban nuestros temores y existía realmente una relación entre los tres sospechosos, a esa altura de los acontecimientos debían haber preparado una coartada. Toda la información recabada por Martín en casa de Hugo no serviría de mucho; nada más para reforzar nuestra hipótesis, no para lograr un allanamiento o una detención. Arriesgarse de esa forma sería ponerse en evidencia, pero, insistí a Martín, debíamos hacerlo.
Ese sábado Martín arribó a casa de Hugo acompañado por dos de los integrantes del grupo de La Grúa. Su sorpresa fue inesperada. El sospechoso se mostró muy tranquilo, para nada impaciente, simpático y charlatán, como yo se lo había pintado a Martín, que quedó estupefacto ante esa conducta dicharachera. Sencillo, si un hombre había cometido un delito de esa envergadura, sabía que el jefe de la pesquisa vivía a tan sólo dos cuadras de distancia y un policía se colaba en su propia casa de manos de sus propios amigos, daba lugar al menos a ponerse nervioso. Yo pensé otra cosa, además. Hugo tenía una larga carrera de embustero, y no solamente por cuestiones laborales, y en su caso, de vendedor de automóviles; la transacción comercial de ese producto exige una cierta cuota de hipocresía o engañifa. Eso por un lado, por el otro, su perseverante inclinación a la estafa sentimental con las mujeres. Se podría decir, una conducta de vida sostenida a base de  mentiras y engaños. La vida sentimental de Hugo se basaba en la representación permanentemente de personajes falsos. Durante el transcurso del festejo, me transmitió después mi asistente, Hugo se había puesto a la cabeza de la charla, enganchando uno tras otro los temas de conversación. Mostró sin tapujos sus dotes de anfitrión experimentado, liderando la conversación con argumentos contaminados de anécdotas y frases picarescas y de doble sentido, como suelen mostrar los animadores de un encuentro como ése. Pero llegó el momento de hablar sobre el nuevo integrante del grupo.
- Y que tal es el trabajo de policía, Martín- preguntó Hugo, cicatero.
- Como cualquier otro, trajín de día, estrés de noche, como ustedes.
- ¿Qué arma calzás ahora?, ¿una 22 corta?
Los muchachos miraron a Martín, confundidos, esperando fuera un comentario sin sentido, una broma de Hugo.
- Si, una Bersa Thunder 380.
- Je, estás bromeando. Ahora no llevás nada encima- dijo uno de los comensales.
- La tiene sujeta en la parte inferior de la pierna derecha, encima del tobillo.- precisó Hugo, con ironía.
Los muchachos quedaron callados, como si les hubiera caído encima un balde de agua fría. Martín notó inmediatamente la incomodidad y se apresuró a explicar la situación.
- Bueno, es lógico ¿no? Un policía nunca sale desarmado, ni siquiera cuando va a la casa de sus padres. Sabrán ustedes, los delincuentes andan en todos los barrios, y yo soy bastante conocido aquí. Hay broncas, deseos de venganza…
- Si, tenés razón- dijo Hugo- el arma, para un policía, es como un miembro más de su cuerpo.
- Exacto- dijo otro comensal- un policía sin arma es como un puercoespín sin púas, je, je, je
- Y más en estos momentos; la ciudad está convulsionada- acotó otro de los muchachos- ustedes deben andar con los nervios a mil.
- ¿Por qué lo decís?
- Por la muerte de esa profesora de inglés.
- Ah, no vayas a creer, es un caso más, no me preocupa a mí.
- Digo nomás, los allanamientos realizados por ustedes en toda la ciudad sacan de quicio a los chorros; están muy molestos por los procedimientos del juez y la policía.
- Son procedimientos de rutina. En un caso así, lo primero es investigar a los prontuariados.
- ¿Y cómo llevan el asunto?- preguntó otro de los muchachos.
- Disculpen, pero no puedo hablar del tema. La causa está bajo secreto de sumario.
- Bueno, algo podés tirarnos, somos amigos ¿no?, por ejemplo, si hay alguna sospecha firme. No hace falta dar nombres de nadie.
- Siempre hay sospechosos, pero en este caso, nada concreto.
- Podrías decirnos al menos si es hombre o mujer.
- ¿Y por qué se te ocurre una mujer?- preguntó Martín, luego de un lapso de silencio.
- Te pescamos, ¿eh? Todo el  mundo sabe sobre los gustos de la mujercita. Le daba lo mismo una u otra cosa.
- Eso no quiere decir nada, lo más seguro es que fuera un hombre- respondió Martín, dirigiendo la vista a Hugo. 
- Para mí, la mató uno de su entorno, uno de esos ricachones, por celos o porque la mina lo estaba extorsionando.
- ¿La conocían ustedes?- preguntó Martín.
- Yo?, ni en foto, pero, dicen, era una belleza de mujer.
- ¿Nadie la conocía?- repreguntó Martín, esperando una respuesta de Hugo- Vivía en el barrio, ¿no?
- En el Country, a diez cuadras de acá. Yo no ando por esos lugares, y ella tampoco andaba por el barrio. Para ir al centro tomaba la ruta provincial, ni mostraba el culo en este sector.
- ¿Vos la conocías?- preguntó a Martín otro de los muchachos.
- Conocí el cadáver, casi diez horas después de su muerte. Así, no parecía gran cosa.
- ¿Y cómo la mataron?- preguntó otro de los muchachos.
- Eso no te lo puedo decir.
- ¿Es como dicen los diarios?
- Puede ser, pero los diarios reciben las descripciones a medias, ¿eh?
- ¡Pero che!, podrías ser un poco más preciso con nosotros.
- Yo no sé mucho, ya se los dije ¿Saben cómo son los procedimientos en estos casos? Quienes dirigen la investigación son el Juez, el Fiscal y el Comisario, nosotros estamos para hacer los mandados, nada más. No sabemos más de lo necesario; cuando haya una detención importante nos vamos a enterar cinco minutos antes. El guiso lo cocinan entre esos tres. Reciben los informes de diez policías como yo, a los que nos mandan a indagar a personas, y ellos atan los cabos.
- ¿Descubrirán al autor algún día?
- No estoy seguro, espero que sí, sería bueno para todos, ¿no?
La charla había seguido ese curso hasta la despedida, casi a las dos de la mañana. Después, cada uno se retiró a sus hogares. Martín tomó un taxi y vino directamente a mi casa. Allí, mientras charlábamos sobre el acontecimiento, esperábamos la llamada de nuestros sabuesos, apostados en las inmediaciones de la casa de Hugo. A Martín lo había sorprendido la actitud y desenvolvimiento del anfitrión. Al principio, y hasta el momento de hablar sobre el homicidio de Esther, se había comportado como el mejor de los animadores: festivo, chispeante, chancero, bromista, etc. Una vez la conversación se desvió hacia el crimen, cerró la boca y abrió los ojos y los oídos; durante casi hora y media escuchó inmutable y atentamente las preguntas de los muchachos, y las respuestas de Martín, especialmente estas últimas. En fin, su conducta había sido igual a la de cualquier oyente interesado de noticias. A una hora determinada, el tema, bastante mezquino por parte de mi colaborador, se agotó. Después algunos empezaron a bostezar y Hugo dio por terminada la reunión. ¿Qué pasaría por su mente en el transcurso de la charla? En realidad, con Martín estábamos  extrañados por la reacción inesperada de nuestro sospechoso. Cuando ya festejábamos el descubrimiento de un vínculo entre él y el homicidio, el desarrollo del evento, su actitud ausente y despreocupada, nos desalentó. Quizás habíamos perdido el rumbo, sin embargo, era nuestra única pista, no había otro camino a seguir según lo planificado. Justamente, con Martín nos propusimos estudiar otra posibilidad; ya no nos parecía extravagante pensar en la intervención de un forastero en el crimen, la de una persona ajena a nuestra comunidad. La vida licenciosa de Esther, sus contactos exclusivos, gente foránea, de otras ciudades, gente de paso, para decirlo de alguna manera. No obstante, no había indicios de esto último, habíamos revisado sus llamadas telefónicas, tanto las recibidas como las emitidas, de los teléfonos de la escuela, la Academia y la casa, y de sus móviles, los que encontramos, tres en total, y no había aparecido nada anormal. Todas las llamadas y textos estaban dirigidos a personas conocidas, mayormente mujeres, compañeros de trabajo, directivos y empleados. Todos fueron interrogados a su debido tiempo, sin embargo, nada sospechoso pudimos descubrir. Tampoco hallamos nada en sus correos de Internet, ni en Hotmail, ni en Yahoo, ni Gmail y ni en Facebook y Twiter, redes sociales donde descubrimos una abundante actividad comunicativa con personas de la ciudad, del país y del extranjero, mensajería y conversaciones del chateo de Esther, archivados con celosa rigurosidad. Rastreamos los portales comerciales, cientos de suscripciones en empresas de distintos rubros. Nada, no hallamos ninguna conexión con los presuntos asesinos. Esa era una de nuestras mayores interrogantes, ¿cómo se había puesto en contacto con su victimario?, ¿cómo concertó la cita esa noche del crimen? Y esto, si nuestra hipótesis del encuentro pactado fuera asequible. Ahora nos cabía dudar también de esa posibilidad. No hacía falta tampoco corroborar una cita concertada por teléfono. Un encuentro en la calle, en algún negocio, incluso en su lugar de trabajo. No podíamos hacer un seguimiento tan puntilloso de sus pasos las horas previas a su muerte. Interrogar a todos los comerciantes, incluso a los transeúntes del centro, lugar donde generalmente Esther solía pasear a la mañana luego de realizar sus tareas como directiva de la Academia de Inglés. En la Richmond desayunaba muy temprano con algunos allegados, y en la Boutique de Sofía, con la empresaria de indumentarias, un rato por la tarde, luego de abandonar su trabajo. Envié sabuesos a esos lugares, donde nada pudieron encontrar, ni pistas ni información. Tampoco debíamos olvidar el trayecto desde su Academia a esos negocios del centro; lo hacía caminando, en el ínterin pudo toparse con alguien, quizás su victimario. Esther no regresaba a su casa al mediodía, almorzaba en la Academia y se recostaba un rato en el sofá de su oficina. Esto fue confirmado por varios de sus empleados; el día del crimen no cambió de rutina. En la escuela donde daba cátedras de inglés seis horas diarias, no se relacionó con nadie fuera del personal o el alumnado. Esa tarde-noche, nadie visitó el establecimiento, ningún agente externo al mismo. El trayecto de regreso la noche del homicidio, como relaté anteriormente, fue meticulosamente estudiado por nuestros peritos, no habló con nadie sospechoso, además del expendedor de combustible y el empleado del Shopping. Según Martín, quizás fue una cita acordada semanas anteriores, o meses, y en ese caso, debíamos revisar también los registros del centro telefónico a partir de fechas inconcebibles. Una tarea inútil, seguramente, pero, llegado el momento, debíamos efectuarla. Por supuesto, aún teníamos el apoyo del Fiscal de la causa con respecto al autor del crimen. Para nosotros se trataría de una persona de la ciudad. Presentamos las claves necesarias para confirmarlo. Él había estado de acuerdo con la conjetura, le pareció coherente la teoría de Martín y nos apoyó desde el principio. Los allanamientos efectuados hasta el momento, sin embargo, habían dado resultados negativos. Otra razón para descartar la sospecha sobre Hugo; se nos hacía añicos frente a su último comportamiento. Nos quedaba una cosa antes de confesar al fiscal nuestro fracaso, pretender eran tácticas, cortinas de humo para tranquilizar a los culpables mientras buscábamos pruebas incriminatorias.
De estos inconvenientes charlábamos con Martín esa noche, cuando sonó el celular y uno de nuestros sabuesos se puso al habla.
- Señor, el sospechoso acaba de salir de la casa- dijo la voz pastosa del auxiliar.
- Bueno, ya sabe oficial, síganlo con cautela, ¿hacia donde se dirige?.  
- Por la Irigoyen, hacia el norte.
Por la Irigoyen. A Martín y a mí nos resultó extraño el camino elegido por Hugo para trasladarse esa madrugada. Yrigoyen era la calle por donde había evitado transitar los últimos veinte días, aunque en este caso lo hacía durante una madrugada totalmente oscura. Martín, poco parco a la hora de descubrir sus pensamientos, comenzó a pergeñar una hipótesis de sentido tranquilizante para mí; eso me abrió la cabeza al instante. ¿Quién vive sobre esa calle en el trayecto de cinco cuadras?, me preguntó. El nombre sonó en mi garganta de forma instantánea. ¡Héctor! ¡Claro!, Héctor vivía a dos cuadras y media de Hugo, sobre la Irigoyen, seguramente iba hacia allí. Yo me restregué las manos; al fin y al cabo, nuestra intuición se hacía palpable, la presencia y conversación de Martín en la casa de Hugo había despertado el temor de los implicados y ya se ponían en movimiento. La alegría nos duró poco de todas maneras. Minutos después volvió a sonar el móvil.
- Señor, llegó a Cañas y tomó un móvil en la estación de remises.
- Bien oficial, quédese allí e interrogue al remisero cuando regrese a la estación; pregúntele a dónde llevó al sospechoso.
- Bien Señor.  
Llegó a Cañas, más de cuatro cuadras al norte de la casa de Héctor. El mundo se nos venía abajo. Pero había algo insólito en la conducta de Hugo. ¿A dónde se dirigía a esa hora, casi las cuatro de la mañana? A visitar una amante, me dijo Martín. No sería raro, este tipo, como sabemos, tiene mujeres por todos lados. ¿Pero justo hoy?; antes, durante estos veinte días de vigilancia, había salido de la casa solamente para ir a trabajar. Bueno, a partir de ahora puede ocurrir cualquier cosa, quizás vaya a la casa de un cómplice, y éste no es justamente Héctor. ¿O sí? No habíamos tomado la precaución de establecer vigilancia sobre él, quizás se habían comunicado por teléfono para citarse en otro lugar. Todo puede ser, esperemos noticias del oficial Guemes, el remisero le dirá a qué dirección lo trasladó. La información del sabueso no fue del todo satisfactoria, después de todo. Había dejado a Hugo en un lugar impreciso, en la esquina de Juncal y Sarmiento, una calle de tierra a tres cuadras de la antigua estación de trenes. Muy cerca del vagón de Eriberto, le dije a Martín. No tan cerca, salvo que haya querido despistarnos, si se dio cuenta de la vigilancia. ¿Qué haríamos nosotros estancados en mi casa? Habíamos perdido de vista al sospechoso y nos quedábamos con las manos vacías. Al día siguiente debíamos informar al Fiscal y recomenzar la pesquisa nuevamente. Bueno, algo podríamos hacer, sugirió Martín. ¿Qué cosa? Visitar a Héctor y Eriberto. ¿Ahora? Claro Jefe, así nos aseguramos de encontrarlos, o no, en sus domicilios. Era una propuesta convincente, aunque nada sacaríamos de ella si los sospechosos no se hallaban en sus respectivos hogares: sábado a la noche, cuatro de la mañana, hora de salida para los hombres solteros de la ciudad. Podrían argumentar cualquier situación para justificar la ausencia. Eso no importa, dijo Martín, pero si los encontramos durmiendo podremos desvincularlo de Hugo; eso sería muy importante para nosotros.
El resto de la noche fue como una pesadilla. Para nuestra teoría original, digo. A Héctor lo encontramos en la Richmond. No lo molestamos por cuestiones estratégicas, primero debíamos aseguramos de su presencia en el bar desde un horario razonable. No queríamos llamar la atención del sospechoso sabiendo de antemano la actitud complaciente de los dependientes de la confitería; ante cualquier improcedencia siempre informan a los clientes. Entonces decidimos interrogar subrepticiamente a uno de ellos figurando un procedimiento de persecución; Martín argumentó estar detrás de un ladrón y abordó verbalmente al jefe del personal de servicio, el empleado encargado de la caja registradora y quien observa permanentemente desde su lugar la entrada y salida de los feligreses. La presencia de un uniformado dentro del local sería obvia en ese caso, nadie objetaría o recelaría de la situación si la policía describía a un delincuente con características de vagabundo, desaliñado y con actitudes sospechosas. El empleado negó haber percibido a tal personaje pero también certificó no estar seguro de haber visto a todos los concurrentes del recinto a partir de esa hora, dos de la mañana. Martín preguntó si habría algún inconveniente en  interrogar a las personas aún presentes en el lugar. El empleado negó tal inconveniencia y se ofreció a enseñar los pocos feligreses sentados en sus respectivos lugares, algunos desde antes de la hora indicada. Entre ellos, nombró a Héctor. Martín simuló volver al móvil policial para pedir la asistencia de sus compañeros, y regresó al momento con la notificación de ya haber ubicado al delincuente en la estación terminal de ómnibus. Fue una triquiñuela muy bien interpretada por mi asistente. Nadie se percató de su presencia cerca del cajero, en el mostrador del recinto. El empleado seguramente no comentaría lo sucedido y todo quedaría inadvertido para los demás. Minutos más tarde, aproximadamente cuatro y media de la madrugada, media hora después de perder contacto con Hugo, arribamos al vagón donde pernoctaba Eriberto. El lugar se hallaba desolado, golpeamos la puerta por varios minutos pero nadie salió a recibirnos. Un vecino, ocupante del vagón cercano, despertó por el bochinche de la sirena que el chofer del móvil hizo sonar unos segundos, para despertar a Eriberto del letargo. Eriberto se hallaba ausente desde el viernes, había salido de pesca con su patrón y recién llegaría el domingo a la tarde. Si esto se confirmaba, debíamos desatar cabos y cambiar de hipótesis en la investigación de la causa. Quizás la descripción de Gary Espinosa no se refería puntualmente a Eriberto, el único sospechoso aun sin confirmar fehacientemente. En cuanto a Héctor, su imagen de persona educada, de modales, austero y de buenas costumbres, ya no permanecía incólume en mi pensamiento; me había parecido aberrante el relato de Gary en cuanto a sus inclinaciones sexuales. Aunque parezca mentira, la información acerca de las costumbres ocultas de las personas, aunque fueran falsas, transforman nuestros patrones de pensamiento interno. Lo que optemos por creer se convierte en realidad, en nuestra verdad. La influencia de otros comentarios anteriores no me habían hecho dudar nunca de la apariencia expuesta por Héctor durante años. Me resistí a creerlo, pero después de Gary, no. Estaba mal, por supuesto, un policía debe ser objetivo, pero un policía también es un ser humano, y como cada uno somos la única persona que piensa dentro de nuestra mente, somos el poder y la autoridad en nuestro mundo interno. Siempre hubo indicios acreditando la verdadera vida licenciosa de Héctor. Yo no los veía, o no los quería ver;  por ser subjetivo, los descartaba de cuajo: era un hombre con dinero, soltero y sin pareja estable, le gustaba la vida fácil, sin compromiso con nadie del sexo opuesto. A los cincuenta años tenía el físico de un joven deportista, calzaba ropa de moda, paseaba en autos de gran porte, era inteligente y hábil para los negocios. Vivía en un departamento lujoso, con personal de servicio y ama de llaves y, además, inclinado a gustos extraños. Con Martín nos tomamos el trabajo de investigar a fondo su vida privada. Héctor tenía suscripción en los diarios de mayor tirada del país, y también en algunas revistas pornográficas. Cinco en total, recibidas mensualmente en su buzón particular en un correo privado de la ciudad vecina. Era muy discreto con respecto a esa costumbre, nada criticable si una persona libre quiere guardarse de los demás y no exponer sus gustos exquisitos, pero un dato oculto y muy importante para quien, como yo, necesitaba armar el perfil acabado de un sospechoso. Lo extraño de esas revistas era el signo editorial del contenido, exclusivo para homosexuales. ¿De qué podría servirle a un heterosexual declarado una adicción tan particular? Observar actos carnales entre personas del mismo sexo, a mí, particularmente, me repugna. No todos debieran ser como yo, intransigentes con respecto a la condición sexual de un hombre, pero una afición tan largamente mantenida, años de consumo, daba para pensar en una alteración de la siquis, o de un desequilibrio. De todos modos, no era un dato importante en la pesquisa, un policía de mi trayectoria debía estar acostumbrado a cualquier conducta ajena si pretendía objetividad. Se trataba de otra cosa, más personal, sentimental diría, el de sentirse burlado por alguien a quien en un momento se lo había considerado, en apariencias, un hombre hecho y derecho. Y no se trataba de transgredir la libertad ajena, pero sí de desenmascarar a un farsante y revelar su verdadera idiosincrasia. Después, nada de lo dicho sobre él me resultaría descabellado. Martín, al escuchar mi diatriba sobre el comportamiento engañoso de Héctor, me corrigió  acerca de mis conjeturas; le sonaron poco profesionales, por eso me llamó la atención. Es, dijo, como si usted estuviera ofendido por la conducta vulgar de un conocido, quien estafó su confianza, pero aquí no tratamos eso sino los hechos criminales de un delincuente. Su perorata sonaría coherente si se tratara de una ofensa personal, algo para dirimir en el campo de las relaciones cotidianas, no ligado a un crimen, del cual usted es responsable de su resolución. Debe dejar de lado sus impresiones personales y ser objetivo. Claro está, yo debía obviar la referencia personal, la ligazón que me unía al sospechoso, y mirar por encima de esas particularidades. Soy policía, por lo tanto, debía percibir la idea de cualquier hombre como asesino eventual, desde el ser más insignificante hasta el más brillante de los humanos. Eso es, nadie puede saber qué esconde una persona en su fuero interno, el estado psicológico y la reacción de sus instintos en un momento determinado; en apariencias, una persona puede resultar normal a simple vista, comportarse de forma natural durante toda su vida y esconder dentro suyo a un asesino en potencia. Quien lleva guardado un homicida en su interior, y es conciente de ello, obligatoriamente debe adaptarse al medio, fingir y reprimir sus impulsos, no ejecutarlos en público sino amparado en la clandestinidad, de otro modo, no tendría cabida entre los demás y tampoco la libertad de desarrollar sus actos criminales. Siempre un policía se encuentra frente a la disyuntiva de valorar las apariencias frente a casos atípicos y antisociales como el homicidio. Un tipo como Héctor, emocionalmente estable y adicto a respetar las normas de urbanidad y buenas costumbres, insospechado de cualquier acto criminal o lascivo, podía resultar un asesino impiadoso. Contradictoriamente, un tipo como Eriberto, de rasgos estéticos excepcionales, causa de un dulce espanto en las mujeres, una mezcla de terror y a la vez una fuerza irresistible de atracción, tan vulnerable a la admiración o a la aberración, nunca desapercibido ni para hombres y mujeres, siempre llamaba la atención y su presencia era motivo de recelo en los lugares de encuentro. Él podía resultar un santo, a pesar del prontuario cargado a sus espaldas. Eriberto era un muchacho de pasado escabroso, abandonado por sus padres a una tierna edad, vagabundo, pibe de la calle en una ciudad cosmopolita, donde vivió las impiedades de la miseria, delincuente precoz, drogadicto a los ocho años, ratero, asaltante a mano armada a los trece, recluso en un albergue público, donde sufrió todo tipo de aberraciones por parte de sus compañeros de celda, taxi boy a los diecinueve y reo en la cárcel de Olmos. A los veinte años fue rescatado por un asistente social quien logró derivarlo a una entidad pública de rehabilitación, donde permaneció dos años ejerciendo distintos oficios manuales. Al llegar a la mayoría de edad, junto a otros compañeros fue liberado por buena conducta. Don José Puerta lo tomó bajo su protección y le dio trabajo. Corrió el riesgo voluntariamente por formar parte de una red de filantropía nacional, entidad encargada de la recuperación de individuos de mala vida que intentan reivindicarse. Sólo tres personas teníamos esta información en la ciudad: José Puerta, dueño de la empresa constructora donde trabajaba Eriberto, el intendente de la ciudad, quien aceptó la solicitud del implicado por las mismas causas del constructor, y yo, el comisario del distrito, encargado de un seguimiento permanente, control de verificación de conducta. Por esta única razón Eriberto visitaba semanalmente la seccional, solicitaba una audiencia en mi despacho y charlaba conmigo de cinco a diez minutos, lapso durante el cual me informaba a grandes rasgos su accionar de la semana. Por ese menester también se hizo amigo del personal subalterno de la comisaría, y en calidad de mandadero, les ofrecía sus servicios gratuitos durante las horas de descanso. Lo hacía con la intención de persuadir a todos de su conversión; en realidad, estando en libertad purgaba las mismas penurias de una vida en prisión. La libertad, sin embargo, predominaba como meta de sus buenas acciones. En dos años más había de quedar libre del castigo sufrido en Libertad Condicional. Luego, según la opinión de Martín, el pájaro volaría a otros rumbos. Mientras durara su permanencia en la ciudad, seguiría portándose como esclavo de los demás. Nada sorprendente, después de todo. Si la libertad dependiera solamente de la buena conducta cualquiera estaría dispuesto a ejercerla. Ahora bien, y esto lo discutimos con mi asistente: en las charlas en mi despacho, las de las últimas tres semanas, y a pesar del asesinato de Esther, Eriberto no había hecho mención del caso. Lógicamente, para mí resultaba  justificado si el sospechoso de un crimen, y encima, inocente, trataba de desvincularse de la víctima, aunque fuera ajeno a las derivaciones del homicidio. En el caso contrario la situación de Eriberto sería comprometedora estando bajo libertad condicional. Cualquiera lo haría en su lugar tratando de desligarse lo más posible de la víctima para no caer como sospechoso. Si actuaba con inteligencia debía confesar el vínculo con la occisa, tener en cuenta testigos como Gary, quien lo imputaría como acompañante de la víctima en una ocasión. Eriberto sabía muy bien que en un careo con Espinoza, éste lo desenmascararía fácilmente. Negligencia, temor, dijo Martín, ser un joven hábil para los trabajos manuales y las relaciones sociales no significaba también tener sangre fría suficiente para desembarazarse de un compromiso. Ahora estaba en aprietos y, como Hugo, no sabía bien cómo desenvolverse. Cuando llegara el momento de vérselas cara a cara con Gary Espinoza sabríamos hasta qué punto estaba comprometido en el crimen. Mientras tanto, pensaba yo, los días pasaban y la tensión para ellos se iba haciendo más insoportable. Cuanto más durara la presión más probabilidades había de tener a uno de ellos en nuestras manos, quebrado y confesando su participación en el asesinato. Así ocurriría si en realidad ellos eran los culpables.
En la madrugada de ese domingo Martín se retiró de la seccional una hora antes del amanecer. Nos habían quedado algunas cosas en el tintero. Habíamos salido de casa en busca de Héctor y Eriberto y luego regresado a mi despacho, habíamos tratado particularidades de ambos pero no tocamos el tema de Rosa Escobar, la cuarta sospechosa. Hugo se nos había perdido de vista, aunque su desaparición no sería por mucho tiempo. Yo me había propuesto citar a Eriberto esa misma tarde de domingo, encararlo directamente, obligarlo a confesar su verdad, y para resguardarlo, aislarlo en el calabozo algunos días. Martín no estaba de acuerdo conmigo, prefería dejarlo suelto y observar furtivamente su accionar. También debíamos redactar un informe sobre los procedimientos de la jornada, oficio donde consignaríamos los detalles de la investigación para informar al Fiscal al día siguiente, pero Martín se hallaba realmente fatigado después de veinticuatro horas de trajín. Me pidió encarecidamente aplazar la confección del texto para la tarde; él se encargaría de formularlo y yo de corregirlo, si fuera necesario. Bueno, Martín Lucero no era un policía cualquiera sino un funcionario cabal e inteligente. Preparado eficientemente para la labor de investigador, universitario, bien educado y audaz, seguramente su carrera sería coronada con ascensos vertiginosos; ese título en Criminología lo acreditaba para eso y mucho más. Oriundo de la Capital Provincial, su transferencia a esta ciudad seguramente se debió a una táctica de experimentación promovida por los jefes de la Institución. Un entenado, para decirlo de otra forma, con un futuro promisorio y provisto de laureles. Cuando se retiró, escuché el sonido de su Kawasaky 200 alejarse por las calles del barrio; bostecé, era demasiado tarde para una noche tan ajetreada, y demasiado temprano para volver a casa. Mi mujer se hallaría en el sueño más profundo, no valía la pena despertarla Enchufé la cafetera eléctrica, abrí la ventana para ver el amanecer, me acomodé en la silla frente al escritorio y me puse a estudiar el legajo de Rosa.
III

El lunes 25 de febrero hacía ya veintitrés días del asesinato de Esther Dejón. El día anterior, por la tarde, habíamos confeccionamos el informe de los últimos procedimientos efectuados para el caso y, según habíamos analizado con Martín, no teníamos nada importante para transmitir al Fiscal de la causa. Era como si recién comenzáramos la investigación y las pistas se nos hubieran hecho trizas. Faltaban pocos minutos para iniciar esa reunión ordinaria y sólo tenía en mis manos una denuncia para justificarnos ante el requerimiento del oficial de justicia. Hugo, nuestro principal sospechoso, seguía ausente, y además, desaparecido desde la madrugada del domingo. La denuncia, efectuada por su hermana Delia Pintos, declaraba su ausencia de la casa paterna desde ese día y también del trabajo el lunes por la mañana. El testimonio confirmaba lo inusual de la contingencia: nunca se había mudado tanto tiempo sin antes avisar sobre la causa o, en el peor de los casos, llamar por teléfono para justificar el retraso. Nosotros teníamos pruebas suficiente para confirmar sus pasos hasta las cuatro de la mañana del domingo, cuando el remisero lo dejó en un lugar determinado de la ciudad, momentos tras el cual perdimos contacto. Ahora debíamos preparar las alternativas de un informe especial sobre la desaparición, tras esperar veinticuatros horas más antes de ir en su búsqueda. Mientras tanto, Martín se había puesto en contacto con los muchachos del bar; después interrogaría al remisero para informarse sobre la travesía y conseguir algún dato de referencia, si se hubiera realizado entre ellos un intercambio de palabras durante el trayecto hasta Cañas y Sarmiento. Seguramente en el Barrio Estación sería donde a posteriori comenzaríamos la pesquisa, primero indagando a los vecinos y luego, siendo ese territorio cercano a la ruta provincial, campo abierto y zona de pastizales, a pocos metros de la esquina en cuestión, realizar un rastrillaje con todos los efectivos a disposición. ¿Qué otra cosa podríamos hacer? No era casualidad que Hugo desapareciera en estas circunstancias. ¿A quién había ido a ver ese domingo a la madrugada?
Esa mañana, la reunión con el Fiscal de Distrito no fue del todo positiva; el funcionario estaba intranquilo y nos amenazó con derivar el caso a una comisión especial de la policía capitalina si no lográbamos establecer una pista fidedigna durante de la semana siguiente.
- Ya pasaron veinte y pico de días- nos dijo- no solamente la prensa y el juez me están presionando, también los familiares de la occisa. Ni siquiera tienen un sospechoso a quién interrogar.
- El sospechoso se ha dado a la fuga, razón suficiente para interpretar nuestro acierto.
- Está bien, en eso estoy de acuerdo con usted. Sin duda alguna, y de acuerdo a los acontecimientos, su pista podría ser la correcta, siempre y cuando el sospechoso no desaparezca. Yo creo deberían dejar las normas de procedimiento a un lado, ahora, y comenzar inmediatamente la búsqueda.
- Sería inútil, deberíamos hacerlo con el poco personal de esta seccional; si esperamos hasta mañana recibiremos el apoyo de cuarenta efectivos de la Jefatura Capitalina, gente preparada para estos casos, y con perros adiestrados.
- Bien, pero hay otra cuestión. Familiares de la víctima están en la ciudad, desde ayer. Esperan llevarse el cuerpo a Santa Fe y necesitan el certificado de defunción y el informe del forense. Además, la autorización de su organismo para liberar el cadáver de la morgue. ¿Ustedes han terminado con el examen forense, no?, redacte el informe y me lo envía a mi despacho para permitir el retiro del cuerpo.
- Como usted diga, inmediatamente formularé el oficio.
- Bueno, le deseo suerte en la incursión de mañana.
- Gracias Señor.
- Ah! Otra cosa. El hermano de la Srta. Esther Dejón quisiera un informe directo de los hechos. He pensado en usted, es el indicado para explicar el asunto. Le arreglé una entrevista en el Hotel Excelsior, para esta tarde a las 17 hs. No falle.
- Como usted diga.
- Y la prensa. Ocúpese de los periodistas en el hotel. Han llegado unos cuantos de la capital. Prepare un relato convincente, y no olvide de teatralizar un poco, especialmente al describir el escenario del crimen. Eso les gusta, quedarán satisfechos si dramatiza lo necesario.
- Haré lo posible.
- Más que eso. No olvide, la familia Dejón es muy conocida en la capital, cuanto más fantástico sea el relato, más conforme quedarán. Así podremos sacarlos de encima un tiempito.
- Y el sospechoso, Hugo Pintos?
- Según dijo su hermana, nunca se había ausentado del hogar sin dar a conocer su paradero. Esta vez rompió la rutina, ¿no? Por algo será. Los periodistas, y nosotros, necesitamos un protagonista que cargue con la culpa, déles el nombre.
- ¿Y el secreto del sumario?
- Je, je, je, el juez está más desconcertado que usted y yo. No hará ningún problema con eso, déle nomás, yo me hago cargo.
- Bien señor, así se hará.
A las 14 hs de ese día lunes me encontraba aún en el despacho, impartiendo órdenes y atendiendo el teléfono, que sonaba sin cesar. Hablé con mi mujer, le rogué no me esperara a almorzar, con Martín probaríamos unos sándwiches para no movernos de la oficina.
El ajetreo en la comisaría era infernal, ya habían llegado los diez perros de la seccional departamental, y debía ubicarlos en un albergue especial; me llevó media hora de llamadas telefónicas a los colonos de las inmediaciones de la ciudad, hasta conseguir una granja con un corral apropiado. Le dí las gracias al granjero, amigo de la juventud, y me puse a buscar un hotel para dar cabida a los quince efectivos llegados de Santa Fe, especialistas en rastreo enviados por la Jefatura Capitalina. A la mañana llegarían otros veinte, los cuartos de hotel debían sumar al menos quince. No sabíamos cuánto tiempo duraría el procedimiento, quizás dos días. Hugo había tenido la infeliz idea de fugarse a campo traviesa, su única salida; no hubiera podido hacerlo en ómnibus o auto de alquiler, y menos aún arriesgarse a hacer auto-stop. Yo había tomado la precaución de vigilar estos centros de salida y había puesto un móvil vigilando los tres kilómetros de ruta sobre la ciudad esa noche del sábado. Lo hubieran ubicado fácilmente. O estaba escondido en la casa de un vecino, o se había largado a cruzar el monte. Para colmo de males, el terreno era una franja de casi veinte kilómetros hasta la ruta nacional, con cañadas y esteros intermedios. Y Hugo no estaba adiestrado para ese tipo de excursiones.
A las cuatro y media de la tarde me duché en el baño de la oficina, me acicalé y calcé el traje de ceremonia. Martín se negó a acompañarme a la entrevista con Dejón, demasiado atareado iba a estar organizando el procedimiento del día siguiente. Debía trazar un plano del territorio y estudiar  una táctica de trabajo para el rastreo. No teníamos a nadie más a quien encargar esa tarea, y menos aún gente idónea para tratar con el jefe de cuadrilla, un oficial de mi rango especialista en esas labores. A las cinco en punto bajé del móvil frente al Hotel Excelsior. Fue un momento de mucha presión, mis escoltas debieron abrirme paso a empujones por entremedio de más de veinte periodistas. Les prometí atenderlos luego de la entrevista con Raúl Dejón, hermano menor de la occisa. En el vestíbulo del Hotel, el conserje me condujo al cuarto 27, la suite del hotel, donde me esperaba Raúl junto a su secretario.
- Gracias por atenderme- me agradeció después de presentarse y pasarme la mano.
- Estoy a sus órdenes.
- No voy a quitarle su valioso tiempo- me dijo- Espero no lo tome a mal pero iré directamente al grano. ¿Quién mató a mi hermana?
- Eso no le puedo contestar ahora. Hay un sospechoso, hoy desaparecido, pero no sabemos cuál fue su rol en el crimen.
- ¿Piensa tiene un cómplice?
- Probablemente.
- ¿Existe esa posibilidad?
- En contra de las evidencias, al menos dos personas intervinieron en el hecho.
- Eso no lo dijo a la prensa.
- Bueno, con el transcurso del tiempo uno estudia pormenorizadamente el asunto, va atando cabos y saca conclusiones.
- ¿Fue un intento de robo?
Raúl, al hacer la pregunta, encendió otro cigarrillo y me tendió el atado para servirme. Se veía nervioso; le temblaba un poco la mano al manipular el encendedor.
- Gracias, no fumo.
- Tampoco bebe, supongo- me dijo, tomando la botella de whisky para volcar una buena cantidad en el vaso- No se inquiete, soy adicto al alcohol, a pesar de mi juventud. ¿Ve? Tengo apenas treinta años y ya soy prisionero de los vicios. ¿Le sirvo un poco?
- Gracias.
- ¿Un vaso de gaseosa? Hace calor, debe tener la garganta seca.
- No fue por robo que la mataron- respondí sin atender la oferta- Todavía no estamos seguros, pero me inclino por algo pasional. ¿Usted conocía las preferencias sexuales de su hermana?
- Je, por esa razón mi finado padre la obligó a alejarse de Santa Fe. Nunca pudo aceptar esa inclinación anormal de mi querida hermana. Mi madre, que en paz descanse, la ubicó en este...pueblo, hace dieciséis años. Ella era muy inteligente, ¿sabe usted? A los 22 años recibió el título de Profesora de Inglés, en la United Kingdom Schools de Inglaterra, un curso de posgrado que mi padre hizo convalidar en la UBA. El dinero mueve la tierra, ¿eh?
- Si, además, tenía un gran poder de comunicación, profesionalmente era intachable, respetada por todo el mundo de la enseñanza y la elite de la ciudad.
- Eso no es de extrañar, ella fue educada en ese mundo. ¿Por qué piensa  no pudo ser un robo?
- Usted lo podrá verificar cuando recoja sus pertenencias. Hallamos más de quince mil dólares en distintos lugares de la casa, en una cómoda, una mesa de luz y la cajonera de un guardarropa, lugares comunes donde los ladrones buscan en primera instancia. Las joyas estaban en un estuche de porcelana china, a manos de cualquiera sobre el mueble del ante-baño. No tocaron nada, ni siquiera abrieron la puerta del dormitorio, cerrada con llave pero fácil de sortear de un solo empellón.
- Bien, entonces no cabe otra, fue uno de sus amantes, sea hombre o mujer.
- Uno, o dos... quizás tres, nunca se sabe.
Raúl Dejón pareció tranquilizarse un poco, sorbió el último trago de whisky  y volvió a llenar el vaso. Por primera vez, me miró a los ojos. Entre los suyos y los míos, el humo del cigarrillo entorpecía la visión; me pareció verlo sonreír con placer. Cuando se disipó la cortina de vapor su cara quedó al descubierto. La tenía enrojecida por el alcohol,  la mirada perdida tras mis espaldas pero ni un atisbo de sonrisa.
- Ya está- dijo entre labios, dando una pitada profunda- eso quería saber, nada más. Espero poder llevarme el cuerpo, mañana. El panteón de mi familia la espera, junto a mis padres, allá debe descansar.
- Sí, es lo que corresponde. De todos modos, lo veremos seguido en los meses siguientes.
- ¿Por qué lo dice?
- Usted lo sabe, Esther tenía varias propiedades aquí. Algo deberá hacer con ellas.
- Sí, soy su único heredero. Pero tengo gente para eso, delegados, sabe?. La verdad, le digo, no espero volver a este lugar, es...muy campestre, y yo odio los espacios abiertos.
Fue el último comentario antes de despedirme con un adiós. Se levantó, me pasó la mano y me condujo hasta la puerta.
En el hall del hotel me esperaban los periodistas. Allí estuve media hora contestando preguntas. Les hice el relato conveniente, como me había pedido el Fiscal, y quedaron satisfechos. Cuando regresábamos a la Seccional uno de mis custodios me alertó sobre un auto pequeño, un Ford Fiesta gris; nos había seguido por veinte cuadras desde el hotel y permanecía detrás nuestro a pocos metros, conducido por una mujer. Cuando llegamos a la Seccional, estacionó detrás del móvil. Uno de los guardas se apresuró a interceptarla fuera del coche.
- Deje, agente, es una periodista- ordené.
La mujer se acercó pausadamente. Vestía de oscuro, traje de dos piezas, chaleco negro y pollera del mismo tono. Bajo el chaleco, una camisa blanca, larga y prendida en las muñecas; en el cuello, un moño azul. Mujer muy bella para ser periodista, pensé. El cabello, rubio eléctrico, le caía por debajo de los hombros, era esbelta, con curvas de modelo profesional. Eso sí, no podía disimular la edad, de unos cuarenta, quizás más.
- Quisiera hacerle unas preguntas, Inspector.
Sonreí.
- Soy Comisario Subrogante, todavía no llegué a Inspector- le dije, tratando de caer simpático.
- Soy Marina Vali- me dijo, pasándome la mano- Represento al Portal de la red, Mujeres en Peligro. Su esposa es una de nuestras subscriptoras en Internet. Prometió concedernos una entrevista con usted, lo habrá informado ¿no?
- ¡Ah, sí!, algo me hizo prometer. Bueno, pero este no es el momento adecuado para una charla- le dije.
- Usted dirá, estoy a su disposición.
- Como su página no pertenece a ningún organismo gráfico, podríamos concertar una entrevista informal, si le parece.
- Cuando quiera, siempre y cuando sea el día de hoy.
- Esta noche, en mi casa, así conoce a mi mujer cara a cara y se ponen al día.
- De acuerdo.
- ¿Sabe mi dirección?
- La tengo agendada.
- Bien, esta noche a las 21 hs. La espero.
- Gracias, hasta pronto.
La charla con Marina duró apenas cinco minutos, luego subió al coche y se marchó. En la oficina me esperaba una visita menos agradable, Eriberto se había hecho presente para informarme sobre sus quehaceres de la semana. Digo desagradable porque se encontraba al borde de un ataque de nervios, muy inquieto, neurótico sería la palabra adecuada.
- Me están persiguiendo- me dijo, antes de saludarme.
- ¿Quién te está persiguiendo?- le pregunté, despreocupado.
- Sus hombres. El domingo a la madrugada despertaron a todo el barrio con la sirena, ayer por la tarde me trajeron aquí, me tuvieron dos horas y después me largaron porque usted no pudo venir a su despacho. Hoy, en el trabajo, dos policías hicieron guardia ante la construcción donde trabajo. Mi patrón me pidió cuentas sobre eso.
- Bueno, pibe. Ahora te voy a hacer unas preguntas, que espero respondas con la verdad, no trates de evadirlas. ¿Vos conocías a Esther Dejón?
Eriberto titubeó. Ví cómo la sangre invadía su cara y los ojos se le ponían al rojo vivo. Agachó la cabeza para mirarse las manos, gesto típico de los presidiarios cuando los ponen entre la espada y la pared.
- Sí- dijo segundos después- pero no tengo nada que ver con su muerte.
- Quedate tranquilo, nadie te acusa de nada. Simplemente, estamos investigando a todas las relaciones de la mujer. Y vos sos una de ellas, ¿no? A Hugo Pintos, ¿lo ubicás?
- No sé, por el nombre no. Si me dijera algo más, ¿es del pueblo?
- Trabaja en al Agencia Impala, la venta de autos de Irigoyen y Sarmiento.
- Conozco al personal, a todos; hicimos un trabajo allí, levantamos un tapial, el que separa la playa de la oficina. Pero no sé cual de ellos es Pintos.
- Es el pituco, peinado a la gomina, como los de antes, pelo enrulado, bigotes y siempre bien afeitado. Es uno de los vendedores, viste siempre saco y chaleco.
- Ahá, el fanfarrón, ahora sé. Sí, era uno de los admiradores de Esther.
- ¿Cómo lo sabés?
- Bueno, en la Parrilla de Gary, mi única visita con Esther, andaba alborotando a nuestro alrededor. No la dejaba de molestar, me contó, siempre andaba tras suyo, le enviaba esquelas a la Academia y solía molestarla por teléfono.
- ¿Y vos? ¿Cómo terminaste con ella?
- No sé, no me llamó más, fue una sola vez, en su casa.
- ¿Cómo la conociste?
- Trabajando, hicimos un arreglo en las aulas de la academia, tres en total. Nos contrató para sacar el revoque viejo y hacerlo de nuevo. Fue en diciembre, aprovechando las vacaciones de los alumnos. Una semana estuvimos trabajando. Ella andaba por ahí, siempre, observando nuestro trabajo, y tirando flechas por supuesto. Yo me di cuenta enseguida, y empecé a hacerle caritas. Sabía más o menos en qué andaba la mina, y bueno, no quería desaprovechar la oportunidad. Agarró viaje enseguida. Cuando terminamos el laburo, un miércoles, me dijo: “ponete las mejores pilchas esta noche, y esperame en Cañas y Orrego, en la esquina, a las nueve”; “¿para qué?” le pregunté; “para cenar, tonto, yo invito. No me falles”, y se fue. Primero pensé me tomaba el pelo. Una mina así, de la alta alcurnia, y con ese físico, bueno, he tenido iguales, o mejores. Para las mujeres tengo suerte, je. Me la jugué, total, si no venía, no importaba, nadie se iba a enterar del plantón. La esperé donde me dijo, a las nueve llegó, en ese auto importado, ¿eh? De ahí fuimos directo a la parrilla. No habló en todo el camino, apenas unas palabras en el restaurante, para putearlo en voz baja al Pintos ése. Conmigo, ni mu. Se reía de mí cuando comía, traté de portarme como un hombre educado, pero, vio, de modales no sé mucho. Después, una hora más o menos estuvimos ahí, me sacó por atrás, por la puerta de servicio, y me llevó a su casa.
Eriberto calló. Era un joven de poca instrucción, pero inteligente, no quería hablar de esa noche puertas adentro.
- ¿Qué pasó en la casa?- pregunté, inmutable.
- Bueno, la mina cambió totalmente, se desató. Me llevó al dormitorio y en un abrir y cerrar de ojos ya estaba desnuda. Je, qué físico, empezó a manosearme, a calentarme, y me fue sacando la ropa, hasta dejarme como ella, después bueno, me le tiré encima. Estuvimos tres horas en la cama, hasta no dar más, era incansable, nunca estaba satisfecha. Cuando vio yo no podía seguir, se levantó y se dirigió a un mueble empotrado en la pared; sacó esos artefactos.
- ¿Qué artefactos?
- Esos juguetes eróticos, tenía a montones ahí, había de todo, me dio un látigo y me ordenó la flagelara. Ella se acostó en la cama, con un vibrador de dos penes, que se movían eléctricamente. Se lo calzó entre la pelvis, uno atrás y uno adelante, y empezó a gemir, como loca, y me gritaba, me pedía actuara con el látigo, por la espalda. Sabe, me asusté, yo nunca había visto tal cosa. Me negué, rotundamente. Empezó a putearme: ¡maricón!, ¡puto!, me gritaba. Me calcé las pilchas y rajé, por la puerta de enfrente. Me fui. Después, nunca más. Dos o tres veces la ví, en la calle, ni bola me dio.
- ¿Eso es todo?
- Eso es todo, señor. Nunca más fui con ella. No tengo nada que ver con su muerte.
- Bien, llegado el caso, deberás repetir todo lo dicho aquí, si es necesario te tomaré como testigo, estamos?
- Sí, señor.
- Ahora, andá tranquilo, no cuentes esto a nadie. ¿O ya se lo contaste a alguien?
- No señor, a nadie.
- Bien.
Eriberto se retiró, se había calmado un poco, pero seguía nervioso al salir de la oficina.
- ¿Qué piensa, Martín?
Martín había estado escuchando la conversación en la trastienda. Yo necesitaba su opinión y lo convoqué sin que Eriberto se percatara.
- Miente- dijo, impertérrito.
- ¿Qué parte?
- La última parte, está plantando una coartada, nada más.
- ¿Qué le hace suponer eso?
- Bueno, puede ser verdad la parte inicial; seguramente Esther lo levantó de esa forma, en la Academia, ella estaba en eso, ¿no?, buscando carne fresca. También lo habrá ido a buscar a ese lugar solitario, nadie podía verlos allí, nadie que pudiera hacer comentarios en su entorno.
- Bueno, eso no es relevante, después de todo. Ella lo llevó, como a todos, a la Parrilla de Gary, donde todo el mundo los ve.
- Sí, pero nadie conoce el origen del acompañante, de donde los sacaba.
- Ajá.
- Miente en lo demás. El chico no puede mostrarse asustado frente a las aficiones sexuales de la dama. Él, justamente, vivió en un albergue de rehabilitación, usted sabe cómo viven allí, qué es lo que pasa cuando se apagan las luces y lo que los pibes más chicos deben sufrir. A Eriberto no puede asustarlo nada, estaba simulando, se lo aseguro.
- Bueno, quizás mintió para no mostrar sus mañas más aborrecibles. Esa mentira no acredita una participación criminal.
- Eso lo veremos, para mí sigue siendo sospechoso, como Hugo.
La tarde de ese lunes terminó de esa forma, intercambiando ideas con mi asistente. Al atardecer, luego de cerciorarme todo estaba en condiciones para el día siguiente, los efectivos preparados para el procedimiento de rastrillaje y las órdenes impartidas para el movimiento de vehículos, decidí abandonar el despacho. El intendente de la ciudad, por su parte, había ordenado una patrulla de inspectores para impedir el paso a los civiles que intentaran ingresar a la zona de pastizales, donde comenzaba el monte y suponíamos Hugo había iniciado la ruta de escape. Cuando regresaba a mi casa ví las cintas perimetrales de la municipalidad, de un amarillo fosforescente, surcando sobre la calzada por más de tres kilómetros. Impresionante, me dije, nunca se había dado un acontecimiento de esta magnitud en la ciudad, al día siguiente tendríamos a toda la prensa en pie de guerra.
Cuando llegué a casa ya eran casi las nueve. Me acordé de Marina Vali, todavía debía ducharme y pedir a mi mujer preparara un refrigerio. Mis preocupaciones fueron inútiles, al entrar a la casa escuché las risas de ambas, ya habían confraternizado, quizás desde hacía un tiempo largo durante la tarde.
- Bueno, al menos me salvo de presentarlas- dije, sacándome la chaqueta y dirigiéndome a la ducha.
Las chicas se hallaban acomodadas sobre el sofá, como grandes amigas, probando las exquisitas masitas de hojaldre, especialidad de mi mujer. A Marina le chispeaban los ojos; el oporto degustado por mi querida Elsa es realmente una bebida espirituosa.
- Buenas noches, querido. Tienes el agua tibia en la bañera, y tu ropa de casa sobre el sillón- me dijo Elsa, con la sonrisa de bienvenida acostumbrada.
- Buenas noches, Inspector. Disculpe la tardanza- saludó Marina, y ambas se echaron a reír.
Esa noche charlamos los tres hasta casi la medianoche. Elsa había preparado un pastel de papas con salsa de pestochi, un banquete exquisito para agasajar la visita. Luego de la cena, la conversación de sobremesa mantuvo en vilo a mi mujer, quién todavía no sabía de los pormenores del caso. Marina tenía mucha información, preparaba un artículo sobre el asesinato de Esther Dejón para luego difundir en su portal de la web. Sin embargo, su interés particular no apuntaba al crimen en lo material, sino a la vida privada de la occisa, sus costumbres sexuales y sus relaciones laborales, información que brindé con mucho placer pues no exigía hablar sobre la pesquisa policial, los entretelones del caso, las pistas y los implicados.
- Nos interesa desarrollar un perfil de mujer, de alta alcurnia en este caso, y hasta donde puede llegar a involucrarse una dama bien educada, criada en una familia cuya moral es reconocida por la comunidad y sin embargo puede caer tan bajo como cualquier otra de un nivel social inferior- dijo la periodista al comenzar la entrevista.
- Una teoría filosófica acerca de la psicología femenina- apuntó Elsa.
- Exactamente, nuestras lectoras se interesan por el mundo interior de cada una de las protagonistas, sus deseos y ambiciones, ¿no Elsa?
- ¡Claro!, el desenlace, la muerte trágica de una mujer de esa estirpe, como Ana Bolena, es historia repetida.
Antes de culminar la entrevista Marina hizo un breve relato sobre la vida de los Dejón en Santa Fe.
- Es una familia muy rica. Los padres fueron un ejemplo de vida en la ciudad, pero sus hijos, tanto Raúl como Esther, no siguieron los pasos de sus progenitores. Esther, la mayor, ya vieron como terminó, y Raúl Dejón, un libertino, está despilfarrando la fortuna de su padre.
Marina se marchó luego de la charla. La despedimos en el zaguán de la casa, nos saludó alegremente con la promesa de seguir en contacto con nosotros. Yo le pedí encarecidamente me informara sobre cualquier novedad en Santa Fe; prometió complacerme, y me pidió no olvide leer junto a Elsa, su artículo en el portal de Internet. A la mañana siguiente volvería a la capital, al amanecer.
Esa noche fue larga para mí. No pude conciliar el sueño, el procedimiento del día siguiente me tenía en vela. A las seis de la mañana me encontré leyendo el plan de trabajo de la escuadra de los efectivos, confeccionado por Martín y el comisario Brito, encargado de la patrulla de rastrillaje. La maniobra comenzaría bien temprano, con el sol sobre el horizonte, a las seis y treinta de ese día, por lo tanto, me apresuré a vestirme para llegar a la hora convenida. En el trayecto observé movimiento de gente caminando hacia la zona de pastizales, a la vera de la ruta provincial. Gente curiosa, se habían enterado del procedimiento y se dirigían al punto de partida para observar el trabajo de los efectivos. La noticia se había expandido por toda la ciudad, seguramente tendríamos problemas con los civiles en el momento del arranque. Cuando llegué al lugar, Martín me esperaba con una taza de café caliente.
- Lo esperábamos, Jefe; ya casi es la hora-me dijo, sonriendo.
Los cuarenta efectivos se hallaban formados a menos de treinta metros de distancia unos de otros, de cara al poniente. Irían marchando en línea recta hasta surcar los veinte kilómetros de campo abierto que nos separaban de la ruta nacional. Esto cubría un perímetro de kilómetro y medio, la mitad del terreno a rastrillar. De regreso, cubrirían el resto, otro kilómetro y medio. El plan tenía previsto una marcha constante de cinco horas y media para cubrir la distancia; a la una de la tarde llegarían al otro extremo del parque, donde un camión con alimentos esperaría a los efectivos. Almorzarían bajo la sombra de los árboles y a las dos emprenderían el regreso. Si todo salía como estaba pronosticado, a las siete de la tarde llegarían al punto de partida. A las seis y treinta y dos minutos dí la orden de salida, los perros, conducidos por diez amaestradores, comenzaron a caminar en zig-zag hacia la espesura del monte, los efectivos, todos con un bastón de fajina, detrás de ellos, a veinte metros de distancia.
Quince minutos después perdimos de vista al último agente, que se había esfumado entre la vegetación del prado. Con Martín regresamos a la Seccional, a esperar noticias de la maniobra. Había varias cosas pendientes, entre ellas, concertar una entrevista con Rosa Palermo. A Martín le pareció inoportuno indagar a la gimnasta antes de conocer alguna noticia sobre Hugo. Yo no estaba de acuerdo, pero todas las conjeturas de mi asistente habían sido acertadas hasta el momento; decidí someterme a su opinión. Mientras tanto, le pedí buscara el prontuario de la sospechosa, en el archivo hallaría el legajo. Al quedarme solo en la oficina me metí a navegar en Internet. Busqué una página para informarme sobre lesbianismo; no pude sacar nada en limpio luego de casi una hora de lectura. El lesbianismo es una conducta más de todas las conductas sexuales practicadas por las mujeres. No es un desviamiento desequilibrante y de tanto influjo en la mujer como para llevarla a convertirse en asesina. Eso había quedado muy en claro para mí. En todo caso, la crítica social podía llegar a marginar a mujeres con esas inclinaciones en ciertos ámbitos, pero en la actualidad una conducta de ese tipo es tolerada en cualquier esfera de la sociedad, razón suficiente para no discriminarlas y excluirlas de ningún grupo.
Cuando salí del ostracismo, al cabo de tanto tiempo de lectura y meditación, me encontré sólo en la oficina. Habían pasado casi dos horas de comenzado la maniobra en el prado y no había llegado ninguna señal telefónica del jefe de la unidad. Me hallaba abandonado en el cubículo de trabajo con un malestar persistente, un sonido lejano, de ultratumba, estampado en mi subconsciente como un tintineo sonando perceptiblemente en mis oídos; era el ronroneo de la moto de Martín alejándose de la Seccional. Tan abstraído había estado en la lectura que no había prestado atención al diálogo realizado con mi ayudante cuando depositó el legajo de Rosa Palermo sobre el escritorio. Allí estaba el documento, dentro de una carpeta de tres solapas color naranja, encintado con hilo sisal. Llamé al efectivo de la guardia y me informó del retiro del oficial sumariante en pos de una diligencia inmediata. No me había  comunicado la urgencia, o yo había estado tan ensimismado en esas reflexiones que no atendí su pedido y lo acepté sin pensar. Tomé el legajo en mis manos y  me puse a desatar la maraña de hilos retorcidos. En la portada se hallaba impreso el nombre de la sospechosa, con letras de imprenta formuladas desprolijamente en trazados de birome de color rojo. Debajo del nombre habían tachado otro, con un fibrón de color verde, pero la tinta había perdido contundencia y sobresalía nítidamente la escritura de abajo, hecha con la misma estilográfica con que habían escrito más arriba ROSA PALERMO. El nombre tachado refería a RODOLFO BENITEZ, una causa de violación y homicidio de una menor, condenado a cadena perpetua tres años atrás.
El legajo de Rosa me consumió otra hora de lectura. Era para reflexionar, la vida de la muchacha no había sido color de rosa, justamente, y valga la redundancia. Después de leer de corrido los veinte folios del mamotreto, entre los cuales pude interiorizarme más detalladamente de aquel enfrentamiento con el muchacho vecino de su amiga, volví hacia atrás y me concentré en uno de los pliegos, correspondiente a la crónica de un hecho de violación perpetrado contra ella siete años atrás, en la ciudad de Santa Fe, de donde es oriunda. El texto me dejó impresionado por las circunstancias y consecuencias del acontecimiento. En esa época Rosa tenía 18 años y cursaba la carrera de nivel terciario en un Instituto de la capital. Según su declaración, la noche del suceso ella acababa de salir del Profesorado y uno de sus educadores, identificado en el documento como Ricardo Moglia, licenciado en Psicología y docente de esa asignatura, se ofreció a acercarla a su casa. Ella, cuenta en la indagatoria, subió al coche, confiada, pero el hombre la secuestra y la lleva a un descampado; una vez allí la empieza a insultar y a golpear. La golpea hasta dejarla sin sentido. Cuando despierta, está atada y no se puede mover; el agresor la  sodomiza, y lo hace tan violentamente que la desgarra por dentro. Por si esto fuera poco, “el maldito hijo de puta” toma un hierro, lo llena de alcohol, y la penetra por el ano, haciéndole muchísimo daño, no solo por la penetración con el hierro por una zona tan delicada, sino porque al estar desgarrada, el alcohol con el que lo ha ungido al elemento le produce un dolor y un escozor insoportable. Cuando se cansa de destrozarle esa parte del cuerpo, sigue con la vagina. En ese momento, estaba totalmente desgarrada, pero lúcida; el hombre se descuida, y en un momento de confusión, Rosa consigue soltarse, coge el hierro y le da por la cabeza, le destroza el cráneo en repetidos golpes. Aterrorizada y fuera de sí, logra sacar el cuerpo de su atacante del auto y se larga a gran velocidad. Sangraba por todos lados, se sentía desmayar, pero llega finalmente al Hospital de la ciudad. Así, de su propia boca, Rosa declaró el hecho durante la interrogación policial. El hombre había muerto en su ley; sin embargo, los familiares la querellaron, hubo un juicio público, pero la defensa logró demostrar fehacientemente las heridas ejecutadas por el violador y obtiene un veredicto de inocencia, sale libre de culpa y cargo.
Estos eran los dos sucesos más importantes en el prontuario de la sospechosa Rosa Palermo; a su favor, el de la violación, la colocaba de lado de los buenos, como una víctima más de la violencia machista; en su contra, el de la intimidación ejercida contra un varón, la instalaba del lado de los malos, o al menos, de los intolerantes; había ocasionado golpes de puño a un ciudadano aparentemente indefenso. La provocación, en este último caso, por parte de la víctima, incita al juez a pactar un acuerdo entre ambos protagonistas, y de esa forma limpia el prontuario de la imputada.
Por este último dictamen el juez nos había negado el abuso como precedente delictivo; la flagrante acción de Rosa nos hubiera servido en su momento para detenerla e incomunicarla apelando a ese delito; así hubiéramos podido indagarla con todas las ventajas a nuestro favor. Pero era incompatible, y para el caso, nos quedaba sólo otra opción, arrestarla en calidad de sospechosa, una herramienta muy a mano, autorizada por el oficial de justicia, pero ineficaz. Ella podría reclamar la asistencia de un letrado, por eso Martín insistió en no recurrir a esa forma si no teníamos la ventaja de inquirirla libremente durante la sesión indagatoria. Además, si resultaba inocente de la muerte de Esther, cometeríamos un error al ponerla bajo sospecha de la colectividad.
Yo estaba persuadido en la efectividad de otra alternativa, más simple y segura, siempre y cuando ella se prestara a colaborar con la autoridad; si era lista, y de eso yo estaba seguro, aceptaría, ya sea inocente o culpable. Consistía mi idea en concertar una cita con ella, en su casa, en el trabajo o donde pudiera sentirse cómoda y segura, en cualquier lugar de la ciudad. Pensaba la alternativa como factible, no podía negarse por dos razones fundamentales: si fuera inocente, no rechazaría una entrevista con un investigador; frente a un caso tan resonante, se sentiría en paz consigo misma y no tendría ningún tipo de temor. Si fuera culpable, la negativa pondría en duda su situación, aunque a esa altura de las circunstancias ya tuviera una buena coartada para ofrecer y se sintiera segura. Sea como sea, culpable o inocente, la relación con la occisa, algunos detalles de la vida privada de ambas, podría ofrecernos información importante en cuanto al progreso de la investigación o el fortalecimiento de la pesquisa.
Finalmente ordené mis pensamientos. Tenía en  mi cabeza un plan de actividades bastante extenso para las horas siguientes. El primer paso sería el de ordenar a Martín contactarse con Rosa Palermo. Concertar una cita para la tarde iba a ser imposible de atender por las expectativas puestas en el resultado del rastrillaje. Ambos debíamos estar alertas a cualquier acontecimiento, por lo tanto, sería imposible alejarnos del teléfono y la seccional. Lo ideal, desde mi punto de vista, era conseguir una reunión con la sospechosa para el día siguiente, a la hora que ella dispusiera. Si surgiera algún inconveniente, pues bien, uno de nosotros atendería una cosa y el otro, la otra. El segundo paso sería el de ponerme al tanto de las actividades de Héctor. En calidad de conocido, pensaba citarlo esa misma noche en la confitería Richmond; no era cuestión de convocarlo a la seccional, un tipo como él, compadrito, o dandy por su vida aventurera y galante, se sentiría ofendido si yo apelara al procedimiento de citación policial, quedaría mal ante sus relaciones. Para la convocatoria oficial debía enviar un agente a la dirección del citado, o a su lugar de trabajo, con un edicto intimidatorio, una orden de acatamiento cuya desobediencia se castiga con el rigor de la ley.  Sus empleados darían la voz de alerta en el barrio, y la noticia se difundiría rápidamente entre sus conocidos. Además, con ese procedimiento Héctor llegaría a la seccional con su abogado, seguramente, y eso complicaría las cosas para mí. La mejor opción era ésa, invitarlo a un lugar concurrido y charlar sobre el asunto, sin presión ni testigos indiscretos. Mi experiencia como interrogador me proporcionaría información sobre su intervención en el hecho, si realmente estuviera involucrado, los culpables siempre cometen errores en sus respuestas, ya sea bajo presión o en una conversación informal, el subconsciente los traiciona. El tercer paso, y menos importante, era comenzar a redactar el informe para el Fiscal, cuyos datos tenía en mi agenda, aunque los resultados finales del operativo de rastrillaje aún no estuvieran previstos. Tenía en mente la redacción de un texto en el cual incluiría el desarrollo inicial del operativo, la hora de iniciación y la llegada al otro extremo del prado sin novedades. Eso me había notificado el jefe del grupo en una llamada al fijo de la oficina, hacía pocos minutos. Eran las 13,30 de la tarde y la confección del escrito, más o menos cinco carillas, me entretendría hasta la llegada de Martín; el resto, las circunstancias finales de la búsqueda, si se hallaba o no al sospechoso, o si debía registrar algún accidente en el transcurso de la misma, ocuparía las carillas finales del informe.
La entrevista con Héctor Colombo resultó del todo positiva. A las diez de la noche llegué a la Richmond vestido de civil, vaquero de marca, zapatos sin cordones y camisa de color celeste mangas cortas. Bien sport. Mi mujer me recomendó no consumir alcohol y comer algún bocadito sin aditamentos para no resentir mis problemas hepáticos. Al entrar ví mi figura reflejada en el inmenso espejo del hall; estaba realmente flaco y ojeroso. Los juegos de luces del recinto me blanqueaban aún más las canas del pelo y los bigotes, y la calvicie incipiente despedía desde el espejo una aureola de luz brillante sobre la piel grasosa de la frente. Un metro ochenta de puro raquitismo, me dije, observando la nariz en mi rostro, desproporcionadamente larga entremedio de los pómulos marcados debajo de los ojos. Cincuenta y un años de puro sedentarismo, nada de deportes y mucho estrés. Treinta y dos años en la policía luchando en internas caníbales me habían hecho hipertenso y ciclotímico. Ahora mi vida dependía de las pastillas, una para la hipertensión, otra para la gastritis, otra para los nervios y otra para dormir. ¡Diablos!, menos mal que estos espejos públicos deforman las figuras de los feligreses; en los de mi casa me veía mucho mejor.
Héctor me vio entrar y alzó el brazo moviendo la mano en señal de saludo. El lugar no estaba muy concurrido, apenas algunas mesas ocupadas por los clientes tradicionales. Los días lunes los noctámbulos se guardan en sus casas para recuperar el trajín de la semana.
- Hola, Aníbal- dijo, despidiendo al hombre que hasta ese momento lo acompañaba.
- Hola- respondí, concentrado en la cara del intruso. Me pareció conocerlo de algún lado, pero no pude registrarlo.
- Es mi secretario, Néstor Spianta- agregó Héctor, adivinando el motivo de mi abstracción- Sentate, estás en tu casa, je, je.
Néstor Spianta, Contador Público, recientemente despedido del Banco Nación por malversación de fondos, causa en proceso, defensa a cargo de un buffet de abogados de la capital provincial. Honorarios carísimos, seguramente pagados por Héctor.
- Eso podes decir vos. Vivís acá- le respondí.
- Qué otra cosa puede hacer un tipo como yo, en esta pequeña y aburrida ciudad. No tengo muchas obligaciones, para las labores manuales tengo empleados. Tu trabajo es mucho más interesante.
- Cinco mil pesos al mes, de bolsillo.
- Je, no me alcanzaría ni para pagar el servicio doméstico.
- Ni siquiera para costear los gastos de recreación- le dije, con sorna.
- Ese tipo que acaba de irse, Néstor, le pago diez lucas al mes. ¿Qué hace? Registra una parte de la contabilidad, la de las cargas impositivas. Dos horas de trabajo al día, y un recreo a la noche, en este local, donde charlamos y me informa sobre las novedades. Ni siquiera el café le dejo pagar.
- Una ganga, si te hace ganar millones al año.
- Bueno, no es para tanto, lo normal, las triquiñuelas de todos los empresarios. ¿Querías tratar conmigo de algo importante?
Héctor, percibí, se molestó por el comentario. Éramos del mismo barrio, casi vecinos, pero nunca habíamos hecho amistad. En la primaria y secundaria habíamos ido a distintos colegios, y nunca alternamos los mismos lugares de recreo. Al terminar la escuela Media su padre lo envió a Buenos Aires, donde estudió Ciencias Económicas. Durante más de diez años desapareció del barrio, sólo algunas visitas esporádicas a la casa paterna. Regresó al morir su progenitor y se hizo cargo de los negocios. Yo había ingresado a la Academia de Policía y dos años después comencé a trabajar, primero en la calle, luego en la oficina. Nunca me moví de aquí.
- Quiero hablarte de algo muy delicado- le dije, tratando de dramatizar un poco. Se puso serio, enderezó el cuello y me miró directo a los ojos.
- ¿De qué?
- Mirá, voy a ir directo al grano. ¿Vos conocías a Esther Dejón?- le pregunté, bajando la vista hacia sus manos.        
- ¿Qué vas a servirte?- preguntó. Yo no había dado importancia a la seña dirigida al mozo minutos antes. Ahora el muchacho esperaba parado a mis espaldas.
- Un té de tilo- le respondí- Héctor me miró, sorprendido, sonriendo furtivamente, pero no hizo ninguna acotación.
- Ya lo escuchaste Esteban. Para mí, un Varón V, doble, y unas aceitunas- ordenó. Luego sacó un cigarrillo de una pitillera de metal color dorado. No me ofreció, sabía de mi abstinencia.
- Sí, la conocía, era de mi círculo- dijo, sin inmutarse, cuando el empleado se retiraba. Lo miré a los ojos, buscando alguna señal contradictoria; no percibí signos de nerviosismo.
- Eso lo sé, digo, si la conocías más....íntimamente.
- Ja, ja, ja, te hubieras ahorrado esa pregunta. Gary Espinoza es un bocón, habrá hablado hasta los codos con vos. Si yo hubiera querido esconder algo no me habría hecho ver con ella en su restaurante; es el nido de las víboras, de allí salen todos los chismes de la elite.
- ¿Te conoce Espinoza?
- Hasta los tuétanos, ¿por qué?
- Lo negó, digo, evitó dar tu nombre.
- Vos deberías darte cuenta. Si nombrara a alguno de nosotros en circunstancias como ésta, se queda sin trabajo. 
- Si, ya lo sé. ¿Hasta donde llegaste con ella?, quiero decir, ¿hasta donde podés contarme sobre esa relación?, si no invado tu privacidad, por supuesto.
- Todo lo imaginable se podría hacer con una mujer en la cama, nada más.
- ¿Cuánto duró?
- Un grito y un suspiro. Una sola vez, en su casa.
- ¿Insistió con vos?
- No sé. Les ordené a mis empleados no pasarme llamadas de ella. Les ordené también no avisarme si las había.
- Te había resultado negativo el encuentro.
- No se trata de eso. Esther era una muy buena socia en la cama.
- ¿Entonces?
- Yo no acostumbro a entreverarme con mujeres de mi círculo en ese aspecto.  Con ella no tuve alternativas, en un momento se empacó conmigo, comenzó a asediarme, a buscarme, como hacía con todos cuando se chiflaba. Después empezó a hacer pavadas, y eso no me gustó, la abordé y se terminó el problema. Yo sabía no iba a ser para largo, ya la conocía. Después de lograr su cometido, se olvidó de mí. Así era ella.
- ¿Pavadas dijiste? ¿Te abrumaba?- pregunté.
- Sí. Esquelas con mensajes cifrados, frases obscenas, llamadas anónimas, visitas inesperadas en mi oficina, etc. Era una obsesiva, cuando se le metía algo en la cabeza no retrocedía hasta lograrlo. No respetaba a nadie, ni a los maridos de sus amigas íntimas.  
- Sin embargo, según tengo entendido, era muy apreciada en tu círculo, y más por las mujeres.
- Ellas aún piensan en Esther como lesbiana.
- ¿Y no lo era?
- Daba para pensar eso, se hacía ver con mujeres también. No tengo pruebas, deberías preguntar, sondear a sus amigas.
Hasta ese momento Héctor había respondido naturalmente, sin ningún atisbo de alteración. Yo esperaba perturbarlo desviando las preguntas hacia otro tema, hacia otros personajes. Lo de Esther lo tenía asumido, bien estudiado.
- ¿Conocés a Rosa Palermo?- pregunté de repente, y algo cambió en su semblante. Alzó el vaso de whisky y le dio un buen trago. Luego se aclaró la garganta, mirando hacia la barra. Me pareció quería darse un poco de tiempo, pensar. Yo esperaba su respuesta y él chistaba y levantaba el vaso en dirección al mozo, apoyado en un codo sobre el mostrador. Cuando giró el torso hacia nosotros, Héctor señaló el vaso con el dedo índice. El empleado se apresuró a poner la botella sobre la bandeja.
- Rosa Palermo...Rosa..., no viejo, no la registro- lo dijo sin mirarme a la cara, escondiendo el rostro.
- Es una profesora de Gimnasia- le dije- salió varias veces con Esther.
- Mmm...Si... escuché hablar sobre ella. Una beldad, según dicen, pero no, no la conozco personalmente- respondió, y encendió otro cigarrillo. El segundo en menos de veinte minutos.
El mozo se arrimó, lo sirvió y se marchó.
- Las vieron varias veces juntas, en la Parrilla de Gary. ¿Vas a menudo allí? Quizás las viste juntas y no recordás.
- No, ya te dije, aquella vez con Esther fue la última. Y hacía más de un año no visitaba el lugar. Mi centro es éste, la Richmond, aquí tengo mis amigos y mis clientes, aquí bebo, como y paso el rato.
- Y levantás- le dije, sonriendo.
- Exacto, y levanto. Por aquí pasan todas las minas, de la ciudad y las forasteras, es el único lugar donde se puede desayunar, almorzar, merendar y cenar con tranquilidad. Siempre y cuando no prefieras comidas rápidas. Si es así, vas a las parrillas de la costanera, o a la estación de servicio de combustibles, vos sabés.
- Bueno, tampoco conocés a Raúl Dejón, el hermano de Esther- lo dije sin proponérmelo, quizás pensando no tener más preguntas para formular. Héctor tiró el cigarrillo al suelo y lo pisó.
No me hubiera extrañado la actitud, aún teniendo el cenicero sobre la mesa, pero el piso estaba alfombrado. El acto instintivo me llamó la atención.
- ¿A quién?- preguntó. Las manos, percibí, una de ellas sobre su cabeza, comenzaron a temblarle; imperceptiblemente, pero le temblaban. Había puesto el dedo en la llaga, y él, seguramente, no lo esperaba.
- Disculpame, voy al baño- dijo, irguiéndose.
Minutos después, regresó. Más calmo. Se sentó, encendió otro cigarrillo y chistó al mozo.
- ¿Qué habías preguntado?
- Si conocés a Raúl Dejón, el hermano de Esther. 
- Sé a quién te referís. No lo conozco personalmente, aunque realizo transacciones comerciales con algunas de sus empresas.
- ¿Comprás o vendés?        
- Ambas. Para mis campos compro todos los insumos, los productos químicos necesarios para la siembra y la cría de animales. Abastezco de mercaderías el supermercado en su Distribuidora de Santa Fe. Les vendo toda la producción de cereales a su aceitera.
- Sos muy buen cliente, parece. ¿Nunca se interesó en conocerte?
- Ja, tenés idea de cuántos clientes como yo tiene a los alrededores de la capital. Somos miles, y muchos, con más poder de comercialización que yo. No olvides, estamos apenas a sólo trecientos kilómetros de Santa Fe. Aquí un comerciante o un productor no podría hacer negocios sin ellos. Sus empresas tienen el mejor precio del país.
El mozo llegó en ese momento, quedó de plantón un instante, con la bandeja asida con ambas manos tras su cintura.
- La adición, Esteban- le dijo, y sacó la billetera.
El reloj de la pared indicaba las 23,30 hs. La noche estaba en pañales, según el dicho de los noctámbulos, pero Héctor se paró para marcharse.
- Disculpá Aníbal, tengo una cita ineludible- me dijo, esperando yo hiciera lo mismo.
- Andá tranquilo, me quedo un rato más- le indiqué- espero a mi hijo, llega en el ómnibus de las 12.
- ¿Cómo anda el pibe?- preguntó.
- Bien, este año se recibe de abogado, si todo le va bien.
- Ajá, cuando tenga el título, mandámelo a la oficina, algo le voy a dar para irse fogueando.
- Gracias por la oferta.
- Hasta pronto- saludó, y se dirigió a la salida.
Una hora después Ricardo se hizo presente en la Richmond. La estación terminal de ómnibus quedaba a dos cuadras del lugar. Comimos un par de sándwiches y salimos para casa.
- ¿Averiguaste algo?- pregunté a mi hijo.
- ¿Qué pasó con el sospechoso, Hugo Pinto?
- Lo encontramos. Ahogado en un pozo de más de dos metros de agua, en un estero.
- ¿Cómo sucedió?
- Aparentemente, cayó allí, fatigado o asustado por algún animal salvaje. Esa será la noticia oficial. El informe del jefe de unidad dice otra cosa, para él, limpiaron el lugar. Si es así, algún rastro de lucha habrá quedado en el cuerpo. Más adelante encontraron huellas de al menos dos personas. Pueden ser de cazadores furtivos, pero vamos a escuchar la versión del forense. Mientras tanto, el fiscal y el juez prefieren la primera. Y vos ¿qué averiguaste?
- Nada provechoso. Raúl Dejón se hallaba en Europa cuando mataron a su hermana. Son datos fidedignos, los hubieras conseguido fácilmente si manejaras un poco mejor las páginas de Internet. Viajó en Aerolíneas el 5 de enero y regresó en la misma empresa el 6 de febrero.
- Bueno, ésa es la mejor de las coartadas, je. Se libra, al menos, de ser el autor material del asesinato.
- El autor intelectual tiene más penas por purgar ¿no lo sabías?
- Pero es mucho más difícil de probar.
- ¿Por qué sospechás de él?
- Me intriga el escenario del crimen. No robaron nada. Aunque hubiera sido por venganza, el o los asesinos hubieran intentado llevarse el dinero para disfrazar el escenario y desorientar a los investigadores.
- Quizás Hugo fuera un desprolijo, la mató sin planearlo antes. Fue algo inesperado, un ataque de furia momentáneo.
- Ajá, y después se tomó todo el tiempo del mundo para borrar las huellas de sus movimientos dentro de la casa. Tratándose de él, no hubiera desechado la oportunidad de alzarse con quince mil dólares, es muy buena plata. No hijo, algo no encaja.
- ¿Realmente creés en un crimen por encargo?
- Todo me indica esa probabilidad. Primero, Hugo se guarda en su casa luego del crimen, se borra de todos los lugares donde su ausencia se haría sentir. No podía ignorar a Gary Espinoza, sabía de su acoso continuo a la muerta. No pudo ser tan estúpido, nosotros íbamos a sospechar de su conducta posterior.
- ¿Por qué lo hizo entonces? Hugo era inteligente, vivo, todo vendedor de autos de esa categoría lo es.
- Quizás siguió el plan de su cómplice, en quien confiaba más que en sus propias inquietudes.
- ¿Qué papel hizo entonces, el de chivo expiatorio?
- Quizás. En ese caso, su intervención en el crimen fue la de apoyo. Para mí, ni siquiera estuvo dentro de la casa cuando mataron a Esther.
- ¿Qué te lleva a pensar eso?
- Es una hipótesis, nada más. La confirmaré después del resultado de la autopsia. Si fue asesinado, bueno, hay una banda detrás, y en ese caso, lo usaron de perejil.
- No entiendo su rol. ¿Partícipe secundario querés decir?
- Exactamente. Su papel era el de hostigar a la dama, con algún fin. A Hugo no lo informaron del asesinato, pensaba se trataba de un robo. Después, cuando se produce el hecho, se asusta e intenta pasar desapercibido. Se aleja de los lugares acostumbrados. Al final, alguien lo pone a la defensiva. Sabe que estamos cercándolo y decide fugarse.
- ¿Quién?
- No sé, puede ser uno, o todos, sus amigos, los siete infaltables en el bar de Don Carlos. Quizás planearon todo allí. La mataron siguiendo el plan del autor intelectual, quién les prometió, o les pagó, mucho dinero. Mucho más de los quince mil dólares y las joyas abandonadas.
- ¿Cómo se te ocurre?, los muchachos del bar. Ellos justamente, papá los conocemos, estás divagando.
- Me llama la atención una cosa. Después de diez días de ausencia aún no se habían percatado de la deserción del más revoltoso del grupo, Hugo. Después, la noche de su desaparición, invitan a Martín al banquete, a un policía, justamente, y armado. Hugo mismo se percata del arma escondida en su pantorrilla. Se asusta, queda anonadado. Eso esperaban ellos, que se asuste. Cuando todos se retiran se dirige a la casa de sus cómplices. Allí lo esconden, en una casa del barrio Estación; un aguantadero, mejor dicho, porque ninguno de ellos vive por ahí, donde planean su muerte, lo sacan a pasear por el prado y lo ahogan en el estero.
- Inteligentes. Vos metiste un infiltrado en el grupo y ellos lo usan para asustar al sospechoso, hacerlo huir y entregarse solito al degolladero. Con eso eliminan al único testigo, Hugo pasa de ser una pieza más de la maquinaria a ser el autor del crimen y ellos quedan impunes
- Buena deducción, hijo. Pero quizás no todo el grupo esté involucrado. Si fuera así, sería fácil descubrirlos. Cuando una asociación ilícita está formada por muchos integrantes, uno siempre se quiebra ante la presión.  Es uno sólo, y se siente seguro.
- ¿Qué vas a hacer?
- Primero ver el informe del forense, esta noche mismo, aún debe estar en la morgue. Ya debe tener una opinión formada sobre la muerte. Mañana, veremos. Deberé dar instrucciones al personal para investigar a los muchachos del bar.


IV

El día siguiente, martes, desperté tarde, a las siete y media de la mañana. Abel, mi hijo menor, me sacudió del hombro luego de escuchar el teléfono sonar de forma insistente. Me había acostado tarde, muy tarde, casi a las dos de la mañana, y había olvidado poner el despertador. Cuando llegamos a casa con Ricardo, a la una de la mañana, llamé por teléfono al Dr. Avillán, el forense. Su juicio fue contundente, Hugo había muerto de asfixia por inmersión, pero alguien, dos al menos, habían manipulado su cuerpo desde el exterior, lo habían forzado a mantener la cabeza bajo el agua. Había rastros en el cuello, la cabeza y la espalda. Hugo había tratado de defenderse, probablemente había proferido golpes de puño y patadas a sus victimarios. En las uñas del occiso había filamentos microscópicos de tela azul, pero no de piel o cabellos; eran asesinos profesionales, habían tomado todas las precauciones para no dejar rastros de identidad.  Cuando llegué a la seccional concerté una reunión privada con Martín, en mi oficina. Le dí instrucciones sobre el nuevo operativo, investigar a los muchachos del Bar La Grúa. Todo el personal, si era necesario. El tiempo apremiaba, pero el círculo se iba cerrando. Me puse a redactar el resto del informe para presentárselo al fiscal esa misma mañana, con los pormenores del hallazgo y el informe forense. Verbalmente, porque no había otra forma, le señalaría la nueva pista, mis sospechas sobre uno o dos integrantes del grupo de Hugo. La artimaña me serviría de señuelo para tranquilizar a los oficiales de justicia, y quizás, a los responsables del crimen. Con ello daba por abortada la pesquisa anterior, la línea de investigación apuntada a Eriberto, Héctor y Rosa, descartada de cuajo ante la incursión en esta nueva pista. Tenía concertada una cita con Rosa Palermo para la una de la tarde, no iba a desecharla, aunque debiera hacerla a espaldas de todos. La indagación me serviría para sopesar mis conjeturas y recabar más datos sobre Esther. El Fiscal, bueno, pondría el grito en el cielo, la actual dirección del procedimiento le costaría una audiencia con el Juez, una charla formal para justificar el nuevo rumbo de la investigación. Y yo conocía perfectamente el carácter del cretino del Juez. Le gustaría el cambio, estaba acostumbrado a este tipo de desvíos en los procedimientos policiales, y más en este caso, cuando el jefe de la investigación policial se mostraba desorientado.
Al final, todo salió a pedir de boca esa mañana. El Fiscal leyó el informe en su oficina y me llamó a mi despacho sobre el mediodía. Le pareció coherente mi versión acerca de los hechos. ¿Me hallaba feliz? ¡Claro! Estaba seguro de no equivocarme esta vez. Los había engañado sin mucho esfuerzo. Ellos estarían felices de verme trajinar a los tropezones en esta nueva pesquisa, falsa para ellos y también para mí, esperando pacientemente mi abdicación en el caso, y yo podría llevar paralelamente la realización de mis conjeturas sin obstáculos intermedios.
En mi mente se fortalecía cada vez más la hipótesis del asesinato por encargo. De alguna manera Raúl Dejón había conchabado a un grupo de la ciudad, gente muy perspicaz, encargada de ejecutar el plan, seguramente diseñado por algún elemento de su entorno, gente de la mafia acostumbrada a este tipo de operativo. La teoría del chivo expiatorio se cumplía con Hugo. Si su muerte por asfixia hubiera pasado desapercibida para el forense, inmediatamente hubiéramos dado por acabada la investigación y el caso estaría resuelto. El juez y el Fiscal estaban de acuerdo en pronunciarse a favor de esa teoría. Lo harían sin intermediación a la semana siguiente, si yo no descubría antes a los verdaderos asesinos. Para preparar el terreno habían enviado al médico forense judicial, cuyo análisis del cuerpo refutaba todos los estudios realizados por el Dr. Avillán. Guardaban el informe y lo darían a conocer en el momento adecuado, cuando la prensa hiciera lo suyo, es decir, presione a la Fiscalía por la demora en el esclarecimiento del crimen. Entonces Hugo Pintos sería la noticia del día. En las planas de todos los diarios de la provincia aparecería su foto y la aprobación del crimen pasional perpetrado contra Esther Dejón. Testigos no le faltarían para robustecer la versión. Gary Espinoza, Eriberto Macedo y las amigas íntimas de Esther, quienes conocían por boca de la víctima el hostigamiento ejercido por Hugo, serían los declarantes acreditados para el dictamen.
La tarde de ese martes comenzaron las detenciones de los amigos de Hugo. Martín Lucero había organizado un procedimiento comando, rápido y eficaz. Habíamos conseguido la orden de detención firmada por el juez y se utilizó algunos vehículos particulares de los efectivos para completar las siete unidades y realizar una acción cronometrada. ¿Cuál era el temor de Martín? Evitar la fuga de alguno de los involucrados, avispado por el procedimiento efectuado sobre los demás. Siempre alguien pasa el dato.
Yo hubiera hecho todo lo contrario. ¿Qué mejor evidencia de culpabilidad sería una fuga imprevista de cualquier sospechoso? Desde hacía buen tiempo atrás había empezado a dudar de la capacidad, tan entusiastamente enunciada por los Principales de la Jefatura, de mi estimado asistente. Esto confirmaba mis sospechas, una de las razones valederas para largarme a investigar en solitario; Martín,  no me cabía dudas, se hallaba presionado por nuestros superiores, y actuaba en connivencia con ellos. El operativo relámpago duró menos de cinco minutos, tras más de dos horas de planeamiento y cronometración. A las cuatro de la tarde estuvieron los siete sospechosos recluidos en distintas habitaciones de la seccional, en calidad de incomunicados. Los tres calabozos, la oficina del sumariante, mi oficina, el baño y la cocina. Yo me hallaba en mi casa en ese momento, requerido por mi hijo Ricardo.
A las tres de la tarde había finalizado la entrevista con Rosa Escobar, me dirigía a la seccional cuando sonó el teléfono celular.
- Papá- me dijo- tengo  noticias para vos, de una tal Mariana Vali.
- ¿Llamó por teléfono?- pregunté, entusiasmado- Espero le hayas dicho me llame más tarde.
- No, estoy leyendo tu correo electrónico.
- ¿Mi correo? ¿Y cómo sabe ella mi dirección?, yo no se la dí. Y vos, ¿cómo pudiste entrar sin la contraseña?
- Pará loco, ¿no te acordás?, yo te registré en Gmail, hasta eso hice por vos. La contraseña es el nombre de mamá. Ella le habrá dado tu dirección.
- Okey, ¿y qué dice?.
- No te lo voy a decir por teléfono, es demasiado extenso, vení a casa.
- Bien, hacia allá voy.
Antes de torcer rumbo hacia el hogar decidí pasar por la seccional. Desde allí había pocas cuadras; ingresé por Pueyrredón y me interné por Cañas hasta Sarmiento. En esa esquina había sido visto con vida Hugo por última vez. El barrio era realmente una desolación. Una o dos casitas de madera por cuadra, el resto, terreno inundado de pastizales. Cinco cuadras más al norte vivía Eriberto, en ese vagón apostado sobre los rieles, a casi mil metros de la estación, sobre las vías cubiertas de tierra y forraje. En alguna de esas casuchas del barrio había estado pernoctando Hugo hasta largarse a cruzar el monte. Debía ser de noche aún, quizás las cuatro y media de la madrugada. Según el forense, murió a las seis de la mañana, media hora antes de comenzar el rastrillaje. Cuando lo dejó el remisero, se trasladó a ese lugar, quizás al vagón de Eriberto. Pero Eriberto no estaba, lo confirmó su patrón. Debió ser otro lugar. Allí, se encontró con el o los cómplices. Charlaron un rato, quizás media hora, y lo convencieron de internarse en el monte. Si partieron a las cuatro y media alcanzaron a llegar al estero una hora después, hicieron los siete kilómetros de distancia hasta allí a paso de trote, por supuesto. Hugo debió estar cansado, por eso pudieron con él. ¿Y ellos, los asesinos?, dos al menos según el forense, estaban en mejores condiciones. Mejor estado físico, deportistas acostumbrados a una gimnasia intensiva. Está bien, eran dos, o quizás tres. Pero Hugo no era alfeñique, físicamente hablando, tenía una gran contextura, envidiable: grande, fornido, vigoroso. Eso sí, no practicaba deportes. Debió haber estado realmente fatigado, cansado de trotar, por eso lo dominaron. Gente deportista, gente acostumbrada al rigor del gimnasio, a esforzarse en carrera durante horas de seguido sin sentir demasiado cansancio. Después de matarlo avanzaron hasta la ruta nacional, trece kilómetros más al poniente. Dejaron huellas, por supuesto, ésas deben haber sido las descubiertas por los efectivos del rastrillaje. Alguien los esperaba en el otro extremo, en vehículo, para devolverlos a la ciudad. A las ocho del domingo estaban de vuelta, tres horas de trote, quince minutos para matarlo y limpiar las huellas, quince minutos para regresar en coche desde la ruta nacional. A esa hora yo había retirado el control de la ruta provincial en el curso de la ciudad, había mandado a la guardia a su casa desactivando el operativo de vigilancia.  
Sin duda alguna, los amigos de Hugo no tienen esas características, no son deportistas. No correrían quinientos metros a trote uniforme. Son sedentarios, empleados de oficina, les gusta beber, la buena comida, la trasnochada.
Cuando llegué a la seccional me encontré con el lugar clausurado. El agente de guardia me informó sobre el acontecimiento, los detenidos estaban enclaustrados en las distintas dependencias del edificio. Martín había convertido la sala de espera en recinto de interpelación. Había hecho desalojar a los efectivos;  a varios mandó a la calle, a pasear en los móviles, y al resto, a esperar en la plaza de armas, frente al pabellón. Yo había perdido interés; no sacaríamos información importante a esos pobres infelices. Llamé a Martín y le ordené se hiciera cargo del interrogatorio; tenía veinticuatro horas de oficio para indagarlos, cualquier dato sería importante. Luego me retiré, con la promesa de regresar dos horas después.
A las cinco de la tarde aparcaba el coche en frente de casa. Ricardo me esperaba con la merienda preparada, me la mostró levantando el mate y el termo asidos a las manos, desde la ventana de su habitación en el primer piso. Cuando ingresé a la sala de estar mi hijo menor discutía con Elsa, quería plata para comprarse unas zapatillas de tenis y no se ponían de acuerdo en el monto. Yo pasé ante ellos sin prestarles atención. Cuando llegaba al final de la escalera rumbo al cuarto de Ricardo, Abel gritó mi nombre dos o tres veces, desesperado; para convencer a su madre debía ponerme de su lado, pero alcancé a meterme  en el bunker de mi hijo mayor y cerré la puerta con llave.
Allí estaba Ricardo, doblado el cuello sobre el pupitre frente al monitor de la PC. Me senté a su lado, en silencio, me serví un mate amargo y engullí una masita de maizena, esperando terminara su labor sobre el teclado.
- ¿Qué es tan importante, hijo?- le pregunté segundos después, ya impaciente-  ¿Alguna información del portal de Marina Vali?
- No, este es un correo dirigido a vos, exclusivamente. Ahora te lo busco.
- ¿De qué se trata?
- Se trata de Raúl Dejón, noticias de su pasado y presente.
- Bueno, eso sí es interesante.
- Mirá, Marina investigó sobre la situación financiera de Dejón. Lee vos.
Ricardo me cedió el asiento, me calcé las gafas para ver de cerca, y me puse a leer el informe. El texto contenía datos sobre las deudas contraídas por las empresas de los Dejón los últimos años. Se trataba de algunas de ellas, las dedicadas a la producción de oleaginosas y exportación de granos. Las deudas bancarias y financieras representaban saldos derivados de las actividades de financiación producto de obtener a través de capital de terceros fondos para solventar el flujo de operaciones. Las deudas a los terceros sobrepasaban el nivel de riesgo sobre el patrimonio neto y los bancos, principales acreedores; éstos pedían una resolución inmediata. Según los datos de Marina, las empresas irían a la quiebra si Raúl no conseguía garantes para financiar la producción del año siguiente. La estrategia del empresario era la de convertir el patrimonio comprometido en una sociedad anónima, emitir acciones por el total adeudado y entrar a jugar en el mercado de valores.
- Así salva su propio capital- dijo Ricardo.
En realidad, yo no había comprendido gran cosa, principalmente, para qué me serviría la información. Cualquier empresario puede echar quiebra por distintos motivos, entre ellos, no ser buen estratega, poner sus intereses en manos de incapaces o dilapidar el capital en gastos onerosos. Eso lo entendía. Ricardo me explicó la táctica de convertir una denominación social en otra, ingresar al mercado de valores vendiendo acciones virtuales, un medio eficaz para capitalizarse, conseguir dinero en efectivo y así solucionar el problema financiero sin perder el liderazgo sobre el capital, aunque sí cierto porcentaje del activo.
- ¿De qué me puede servir a mí conocer la situación financiera de Raúl Dejón?
- Yo interpreto lo siguiente: en esa situación, él no podía hacer nada sin el apoyo financiero de su hermana. Probablemente ella no estaba al tanto de la situación. Confiaba en su hermano y creía en su capacidad, para ella todo marchaba sobre rieles. Él la hizo matar para quedarse con todo y así no depender de su decisión ante la nueva estrategia financiera.
- Si, hijo, pero no sería tan estúpido; nosotros sospecharíamos de él, y más aún si tenía forzosamente que hacer estos cambios financieros.
- No sé, ante la  necesidad y urgencia un hombre puede llegar a pensar lo más descabellado imaginable. Él estaba en Europa cuando la mataron, había ido a Alemania a gestionar un crédito bancario importante. Son dos detalles significativos para defender tus sospechas, pero también para fortalecer su coartada. En jurisprudencia la llamamos “inocencia en primera instancia”. La única forma de atraparlo es la siguiente: primero, debes encontrar al autor material, el asesino; éste podría acusarlo, pero si no lo hace, aún tienes una pista probable, debes descubrir el medio utilizado para pagarle el trabajo.
- Probablemente lo haya hecho en efectivo, si ya le pagó. Ni con cheques ni con otro documento, sería demasiado estúpido, ni con dinero en blanco, también sería un tonto. Además, nos queda saber si el asesino de Esther es el mismo de Hugo. El método es distinto, el escenario es diferente, quizás no hablamos de la misma persona.
- O de las mismas personas.
- Eso estaba pensando antes de llegar a casa. Quién mató a Hugo debe ser una persona acostumbrada al gimnasio.
- ¿Por qué lo decís?  
- Son deducciones basadas en datos precisos. Mirá, nosotros perdimos de vista a Hugo a las cuatro de la mañana, el informe forense dictamina la muerte a las seis, dos horas después. Para trasladarse hasta el estero debieron correr siete kilómetros, al trote. Si salieron a las cuatro y media a campo traviesa, sobre un terreno lleno de obstáculos, podrían haber tardado hora y media. Los rastros hallados por los efectivos del rastrillaje delatan huellas de dos personas desde el lugar donde mataron a Hugo hasta la ruta nacional, trece kilómetros más al poniente, y de tres personas desde la ciudad al estero. Los dos acompañantes de Hugo corrieron casi de seguido más de veinte kilómetros. Cualquier persona no podría hacer ese periplo.
- Clarísimo. Como vos decís, deben ser deportistas.
- Exacto, gente acostumbrada al deporte riguroso.
- ¿En quién pensás?
- Volvemos atrás, los únicos sospechosos preparados para esa campaña son Rosa Escobar y Héctor Colombi.
- ¿Héctor? Héctor tiene tu edad.
- Pero un estado físico envidiable.
- ¿Y Eriberto?
- Podría ser, el trabajo rudo lo mantiene en buen estado físico, y además, es joven. Pero debemos descartarlo, Don Severo, el dueño de la constructora, testifica su estadía en el territorio de islas. Estuvieron desde el vienes a la noche hasta el domingo a la tarde, casi doce horas después de la muerte de Hugo, a cuarenta kilómetros del lugar.
- ¿Y los muchachos del bar?
- ¿Vos creés? Ellos no podrían correr esa distancia.
- Claro que no. Me pregunto para qué los hiciste detener.
- Fue una estrategia para entretener a Martín y a los oficiales de justicia. Los muchachos serán chivos expiatorios por veinticuatro horas, lo lamento por ellos.
- ¿Martín? ¿También sospechás de tu asistente?
- No es eso. Para Martín son irrealizables mis propósitos. Para él, los peces gordos como Raúl son imposibles de atrapar, precisamente, porque conoce las mafias de la capital provincial, las relaciones entre los empresarios con poder, los políticos y la justicia. Está tratando de acelerar los trámites apoyándose en la técnica de procedimiento policial, sin salirse un milímetro del reglamento, y con eso, desorientarme y frenar la investigación. No olvides, Martín llegó destinado a esta seccional como entenado de los jerarcas de la institución. Ahora cumple ciegamente las órdenes del Fiscal y el Juez, y a ellos les conviene a Hugo como culpable. Así terminan rápido el asunto y quedan bien ante la prensa.
- ¿Y vos? ¿Qué pasará con vos si seguís investigando?
- Les da lo mismo, si descubro a los verdaderos culpables, de ninguna manera podré relacionarlos con Raúl Dejón, a quien les interesa dejar impune. Pero harán lo imposible para obstaculizar el trámite.
- ¿Qué vas a hacer, entonces?
- En primer lugar, aprovechar la ayuda de Marina Vali. Ella tiene acceso informal a los datos sobre la vida de Raúl. Si yo siguiera los carriles oficiales debería pedir información sobre él al centro de informática de la policía capitalina; seguramente tratarían de desorientarme aún más.
- ¿Qué necesitás de la periodista?
- Otro tipo de información, relacionada con la vida privada de Raúl, sus afectos, costumbres, pasatiempos, vicios, amigos, etc. Alguna conexión debe haber entre esos datos y sus cómplices de aquí.
- Bueno, podés hacerle a Marina un relato acerca de tus elucubraciones, llamarla por teléfono.
- No, el teléfono no. A esta altura de los acontecimientos debe estar intervenido, como el de la seccional.
- Si están controlándote, también lo harán con el correo.
- Quizás todavía no llegaron a tanto, además, es más difícil, ¿no?
- Pueden hacerlo cuando se les ocurra y más rápido de lo que creés.
- ¡Mierda!, entonces no hay manera de conectarse con ella sin pasar desapercibidos.
- Sí, puede haber, se me ocurre una. Iré a un centro de comunicación público de Internet y abriré dos nuevas direcciones de correo, una para ella y una para vos. Luego la llamo de un teléfono público a su móvil particular y le transmito el nombre y la clave de una de las cuentas, desde donde ella te pasará las novedades. Eso sí, ni vos ni ella podrán usar esas cuentas desde las PC del trabajo o la casa, deberán ir a un Centro de Comunicación Pública, un Ciber, para decirlo de otra manera. De esta forma podrán burlar a los sabuesos de la Central.
- Buena idea.
- ¿Conforme? Esta misma noche podrás ponerte en contacto con ella vía Internet. Yo me encargo del operativo. A través del correo podremos explicarle la razón de tantas precauciones.
- Bien, gracias hijo. Pero eso no es todo. Esta noche necesitaré tu ayuda.
- ¿Para qué?      
- Bueno, esta tarde tuve una entrevista con Rosa Palermo. Conversamos casi dos horas, en su casa del Barrio Villa Teresita. No fue una charla amena, como supondrás. Ella sabía perfectamente adonde yo quería llegar y trató de esquivar el tema durante la audiencia. Al final, luego de contarme cosas de Esther, le traduje mi hipótesis acerca del itinerario a campo traviesa de Hugo y sus asesinos. Le dí a entender que únicamente gente adiestrada en el deporte podría haber efectuado el operativo, y le pregunté acerca de los usuarios del gimnasio. Ella regentea un negocio de este tipo, en el centro de la ciudad, gente adicta al deporte; la indagué acerca de los clientes, si alguno de los muchachos del bar, los amigos de Hugo, formaba parte del equipo de entrenamiento. Rosa se puso muy nerviosa, en un momento pidió permiso para retirarse al baño y a los diez minutos volvió a la sala de estar, esta vez con un celular en la mano; lo puso sobre la mesa ratona cercana al sillón donde yo estaba sentado. Fue una maniobra mal orquestada de su parte, los nervios no la ayudaron al querer manipular el aparato, trató de acercarlo lo más posible a mí, después me pidió volviera a repetir mis suposiciones, me dijo había estado distraída y no había entendido bien la conjetura. Sin embargo, a pesar de su actitud sospechosa, aunque sus movimientos despertaron cierta desconfianza en mi, no me dí cuenta al instante del celular. Después lo entendí: estaba conectado y alguien más escuchaba la conversación. Fue casi al final de la charla; me percaté cuando ella se levantó de su asiento, tomó el teléfono y se disculpó. Ya eran las tres de la tarde y debía marcharse a dar cátedra de gimnasia en la Escuela donde trabaja.
- ¿Quién creés haya sido quien estaba del otro lado del móvil?
- No sé, pero tengo un presentimiento. Esta  noche tendrá un encuentro con su interlocutor. Quizás en su casa, o en otro lugar. Yo pienso en Héctor.
- Podrías intervenir los teléfonos de ambos, así te sacarías la duda.
- Para eso debería recurrir a los servicios del Centro de Informática de la policía capitalina, y antes, conseguir un permiso del Juez.
- Estás acorralado, papá
- No si esta noche llevo a cabo una vigilancia estricta, de ambos, un polizón controlando desde la oscuridad los movimientos en sus domicilios.
- Y necesitarás un compañero, de lo contrario no podrás estar en ambos lados a la vez.
- Correcto
- Y no confiás en Martín y en ninguno de los efectivos bajo tu mando.
- Correcto
- Está bien papá, puedo hacerte de retén.
- Gracias hijo, esta noche planeamos el operativo, ahora debo reunirme con Martín en la seccional.
- ¿Qué esperás descubrir con la vigilancia?
- No sé, es un presentimiento. La noche de la desaparición de Hugo,  Martín lo puso en aprietos, lo asustó. Después recurrió a sus cómplices, quienes lo mataron. Hoy pasó lo mismo con Rosa, la puse en aprieto, la vi asustada, probablemente recurra a sus cómplices, esta noche.

Cuando llegué a la Seccional, Martín aún no había terminado de indagar al primer detenido, el “gordo” Rogelio Vachett, empleado de la inmobiliaria Rasconi. La antesala del recinto se había convertido en un espectáculo circense, y Vachet parecía un payaso sobre el escenario. El joven, acostumbrado a charlas formales con los clientes del negocio de compraventa, no podía ubicarse en situación. Sentí piedad por mi asistente, llevaba adelante una terrible sesión de preguntas incontestables, frente a un joven parlanchín acostumbrado a ignorar el hilo de la conversación, evadirse del tema central e irse por las ramas. El negocio de compraventa de inmuebles más antiguo de la ciudad tenía a “el gordo” como el más importante de sus agentes de comercialización, un lenguaraz reconocido en la ciudad, un joven de treinta y algo de años, amante de la buena comida e inclinado a beber con frecuencia. ¿Cómo convencer a un charlatán cuando no entiende razones? Eso debía ser humillante para el interrogador, más aún cuando las respuestas de un inocente no encajan en las contingencias de un hecho. Al entrar a la sala principal Vachett me levantó la mano y me saludó con algarabía, ignorando la seriedad del asunto, como si se tratara de una broma la situación. Martín lo miró de soslayo, golpeó el escritorio con el puño y lo sermoneó. No por eso el “gordo” borró la sonrisa de su boca.
- ¡Aníbal!-me gritó- ¡dígame la verdad, ustedes me están cachando!      
No le respondí, me metí en cocina y me encontré con otro detenido sufriendo las incongruencias del interrogatorio. El oficial Machado indagaba con parcimonia envidiable a José Bustos, el joven balancero de la Algodonera Cafruni. Machado registraba las respuestas en un cuadernillo, impacientando a Bustos, totalmente enajenado y al borde de un síncope. En las otras dependencias otros oficiales llevaban adelante el mismo procedimiento, inquiriendo a los otros detenidos. Me retiré del lugar, pasé por la sala central e hice una seña a Martín. Afuera, sentado en mi coche, esperé a mi asistente.
- ¿Qué me cuentas?- pregunté, ansioso, cuando se sentó a mi lado.  
- No sé- dijo, retraído- Vachett es inocente, o demasiado inteligente. Ha contestado todas las preguntas con evasivas, como si realmente ignorara las desventuras de Hugo Pintos.
- Bueno- le respondí- yo tampoco creo en una corporación para el crimen. Todos no han de estar involucrados, si fuera así, mejor para nosotros, alguien se va a quebrar.
Mientras hablaba, miraba de soslayo a Martín. No se hallaba frustrado, parecía satisfecho de su tarea. Miraba por el espejo retrovisor, evitando mostrarme el rostro, quitándomelo de la vista a hurtadillas para no enseñar esa sonrisa de satisfacción acostumbrada, tan patente en él en otras ocasiones; con sus socios, en esa instancia del proceso, se reirían a mis espaldas. La urgencia del Fiscal, esa amenaza latente sobre la ineficacia de la diligencia, los entretelones del procedimiento, las idas y vueltas de la investigación, en fin, todo lo concerniente a mi propia actividad como investigador, incluidas, por supuesto, las erráticas pistas de mi obcecada impaciencia, le caerían en gracia. Cinco días más y saldrían a enfrentar a la prensa; la primicia sería cerrar el caso con la muerte del sospechoso. Una víctima, Esther Dejón, un victimario, Hugo Pintos, ahogado por accidente al intentar fugarse por ese terreno inhóspito donde encontró la muerte. A mí me dejarían bien. Después de todo, yo había tenido la idea de rastrillar la zona en conflicto. Los titulares pondrían mi nombre en primera plana: “Aníbal Duarte, jefe de la repartición, dio finalmente con el asesino”. O algo similar. Ellos me instruirían sobre los datos dirigidos a la prensa, lo más importante: “La muerte de Dejón se resuelve con la muerte de Hugo Pintos”. Caso cerrado, y a otra cosa.
- Tenés dieciocho horas más para presionarlos- le dije.
Martín dio vuelta el rostro y me miró de frente. Esta vez vi en su cara un gesto de conmiseración, una actitud bondadosa reflejada en sus ojos alicaídos, con la frente arrugada en señal de preocupación, y la boca semiabierta, su forma habitual de manifestar sorpresa. Fue pura comedia, un acto singular de piedad simulado sin demasiada representación.
- Jefe, no hay nada qué hacer con esa gente. Son inocentes- me respondió.
- ¡Martín! Un policía nunca se da por vencido. Dieciocho horas más en el calabozo puede quebrar la obstinación de estos malandras.
- Como usted diga, jefe. Pero será inútil.
- Además, es la única posibilidad en nuestras manos. Si fracasamos con ellos se nos viene abajo la pesquisa. Estoy seguro del crimen por encargo.
- No estoy de acuerdo. Para mí fue pasional, tenemos todas las pruebas, ¿no? Pintos llegó a la casa, charló, comió y bebió, trató de convencerla, no se pusieron de acuerdo, ella lo rechazó nuevamente, él se irritó y la mató. Fue un acto de pasión incontrolable.
- Eso piensa el Fiscal...y el Juez...
- Todos pensamos lo mismo.
- El estudio del forense...
- Se contradice con el otro estudio forense. Las marcas en los brazos, piernas, cuello y espalda son los rastros de las ramas y troncos que Pintos fue arrastrando en su ciega excursión por el monte. No conocía el terreno. Cuando llegó a la laguna, al amanecer, con la visión opacada por la sombra del follaje, cayó al agua. Dos metros y medios de líquido estancado, eso dice la medición del informe. Estaba tan fatigado que no tuvo fuerzas para salir a flote. Ni siquiera sabía nadar.
- Comprendo tu aflicción, estás agotado, pero no debes desfallecer.  La orden del juez nos permite detener a esos delincuentes hasta las cuatro de la tarde de mañana. No vamos a desaprovechar esa oportunidad.
- Eso iba a decirle, esta noche deberá reemplazarme. Estoy extenuado, llevo casi treinta horas sin dormir. Necesito un descanso.
- Bien, ¿habrá algún oficial de confianza en la guardia?
- Machado podrá sustituirme, es de su entera confianza.
- Te hubiera preferido a vos. De todos modos, merecés una tregua. Te espero mañana bien temprano, hay muchas cosas por terminar.
- Aquí estaré- dijo, y se marchó.
Minutos después escuché el ronroneo de su moto alejarse rumbo al norte, por calle Sarmiento. Siete cuadras más y aparcaría en el edificio del Ministerio de Justicia, la oficina del Fiscal. El sol se estaba poniendo, casi las siete y media de la tarde, pero el funcionario, indudablemente, se encontraría atascado en su oficina. El asunto lo tenía loco, como a mí, aunque de forma diferente. Martín iría a desembocar a su despacho, de eso estaba seguro. Allí daría un informe detallado de todo lo acontecido en el día, incluso pasajes de la charla efectuada conmigo. Quizás, hasta se reirían de mí. Yo, por mi parte, debía componer el informe oficial de las actividades, ponerme frente a la máquina de escribir y redactar el texto sin descuidar las minucias. Para dejarlos conformes, debía contradecir sus arbitrarias conjeturas; después de todo, la posición tomada frente a un hecho nunca deja de ser subjetiva, aún las decisiones de un veredicto condenatorio. Nunca habrá pruebas suficientes para  castigar a un acusado.
Aturdido de cansancio, esperé unos momentos se alejara lo suficiente el murmullo inconfundible de la moto. Antes de encaminarme hacia el edificio policial, tomé el paquete de cigarrillos olvidado por Martín sobre el tablero interior, un Phillips Morris de diez unidades. Sólo había dos, saqué uno y lo encendí con el mechero del coche. Luego abrí la puerta y enderecé hacia el despacho. Estaba fumando, no podía creerlo. Esto sucedería alguna vez, me lo había dicho el médico hacía ya diez años, cuando, acongojado por mi nueva condición de hipertenso crónico, debí dejar el vicio. La primera pitada me resultó asquerosa, las células de mi cuerpo se tensionaron al recibir el impacto de la nicotina en el sistema nervioso. Sentí un incipiente mareo, una especie de dulce embriaguez potenciada por la droga invadiendo el torrente sanguíneo. Cuando llegué a la oficina me había compuesto, le dí una última bocanada y lo arrojé por la ventana. Estaba más tranquilo, no cabía duda. Me puse a escribir el mamotreto sin desviar el pensamiento del cometido, sólo concentrado en el argumento ideal para mis superiores. Una hora después, cuando la luz del sol se había acabado por completo, reuní las seis hojas escritas, las coloqué en un sobre de papel vegetal y la deposité en el canasto de la correspondencia. Media hora después me hallaba recostado en la poltrona del jardín de mi casa. Elsa me servía un refrigerio cuando vi a Ricardo ingresar al patio en bicicleta.   
- Hola papá.
- Hola, pibe, ¿todo en orden?
- En orden. Mirá- dijo, sentándose en la silleta vacía- éstos son las nuevas direcciones abiertas en el correo electrónico de Hotmail:
 HYPERLINK "mailto:nojedrete@hotmail.com"
nojedrete@hotmail.com
 HYPERLINK "mailto:nojedluar@hotmail.com"
nojedluar@hotmail.com
 La contraseña del primero es 15450450 y la del segundo 15666555.
- ¡Qué original!- le dije, en broma- parecen términos vinculados a la industria metalúrgica, je, je, je.
- No me costó mucho esfuerzo crearlos, son los nombres de Esther Dejón y Raúl, su hermano, escritos al revés. Je, y las contraseñas sus respectivos números de documentos.
- Más que original, entonces.
- Te los anotaré para tenerlos siempre a mano, en tu billetera, por ejemplo.
- Sí, sería lo ideal- le respondí, atragantándome con el resto de la limonada.
- Acabo de hablar con Marina Vani. No fue tan fácil comunicarme con ella.
- ¿La llamaste a su oficina?
- Eso hubiera sido arriesgarme a la indiscreción del aparato de seguridad policial. La llamé al portal y me atendió una telefonista. Mamá me habló sobre Marina; es fanática de las plantas de decoración, y vive en un departamento en lo alto de una torre de la ciudad de Santa Fe, con una terraza inmensa que usa de jardín para este tipo de arbustos. Cuando charlaron, la semana pasada, se explayaron sobre el tema, le confió sobre una planta de nombre Azalea. Según ella, es imposible de conseguir en Argentina. Yo me metí en las páginas de Internet y averigüé todo sobre el vegetal. Cuando me atendió la telefonista le pedí hablar en privado con ella, sobre un ejemplar de la planta en mis manos; no dudó un instante, inmediatamente me pasó su número de celular.
- Muy buena la estrategia, hijo. Se avizora en vos un buen desempeñado legista en el futuro. Je, je, je. Pero, decime, ¿estás seguro de ese número? ¿no estará también controlado por el Servicio?
- Imposible, los números particulares de los periodistas son infranqueables. ¿Por qué? Porque no están registrados a sus nombres sino al del propietario del medio. La intervención telefónica se hace a través de una clave especial a manos del Servicio de Inteligencia del Estado, pero aún así, esos aparatos detectan cualquier señal cuando son intervenidos. Es decir, Marina, en este caso, se daría cuenta de inmediato por una indicación emitida desde su celular.
- ¿Cómo hiciste para darte a conocer? Nunca te había visto, ni sabía de tu existencia.
- Bueno, empecé a describirle las características de la planta: originaria de China, Japón y América del Norte, un arbusto de tamaño pequeño, bellas flores de distintos colores durante todo el invierno, aunque se puede encontrar en flor durante todo el año. Incluso fui indicándole los cuidados para su manutención: luz de sol, pero no en forma directa sino de media sombra; riego regular y copioso, para mantener la tierra siempre húmeda; abono, en primavera y en otoño, etc. En medio de toda esta charla, cuando percibí se había relajado lo suficiente, me presenté, le di tus datos y los de mamá, algunos comentarios sobre los arbustos realizados aquella tarde, nuestros temores acerca de la intervención telefónica, la necesidad de conseguir datos sobre los Dejón, y de tomar precauciones con referencia al traspaso de los mismos. Al final, aceptó, le pasé las direcciones y las contraseñas, de ambas, para ella poder revisar los correos cuando se le antoje, siempre y cuando, le recalqué, lo hiciera desde un centro público.
- Otra duda. ¿Para qué dos direcciones? Podríamos arreglarnos con una sola, si ambos, ella y nosotros, conocemos la contraseña.
- Ese es otro asunto delicado. Si quisieran rastrearnos vía Internet les sería fácil dar con nosotros. La primera actitud de un hacker sería detectar los servicios direccionados desde Santa Fe a nuestra ciudad, o viceversa. Al encontrar uno en el cual escriben simultáneamente desde ambas localidades, bueno, sería el primero en investigar, ¿no te parece?
- Claro como el agua.
- Ya sabés, cuando quieras leer tu nueva dirección de correo deberás hacerlo desde un Ciber, no desde casa o de la seccional. ¿De acuerdo?
- De acuerdo.
- ¿Pensaste cómo vamos a hacer esta noche?- preguntó Ricardo, dando por terminada la cuestión sobre Marina.
- Sí, tengo un plan en la cabeza, algo ideal para no exponerte a riesgos inútiles.
- Será el conveniente, me imagino.
- Exactamente. Vos sabés, esto es algo extraoficial, no habrá ninguna medida de prevención, digo, nada que ofrezca seguridad. Sin embargo, tu tarea será irrelevante.
- Te escucho.
- Deberás apostarte frente a la confitería Richmond, en el local de juegos situado en ese lugar. Allí estaciona el auto Héctor Colombo, lo tiene reservado para él, a la sombra del Ficu más grande de la cuadra, ¿lo ubicás?
- Sí. ¿Cuál será mi tarea?
- Primero, deberás ingeniártelas para pasar desapercibido ante Héctor, serás invisible a sus ojos. Tu presencia puede despertar sospechas y tirar por la borda el plan. No olvides, él estará sentado de cara a la vidriera sobre la Otero, con los ojos puestos a la calle y de frente a donde estarás vos. Segundo, deberás justificar tu estancia en el lugar. ¿Hace mucho no visitas la sala de juegos?
- Año y medio, quizás más, no recuerdo bien.
- Bueno, no quiero llamar la atención de Salomón, el dueño del local.
- Eso es fácil. Hay una pared intermedia entre los dos ventanales frente a la Otero. Una de las mesas de pool está en esa dirección, protegida por esa pared, donde hay una mesa y sillas aparejadas a ella. Me instalo allí, desde donde podré moverme sobre las cuatro puntas de la mesa de billar, y de paso, desde el segundo ventanal, vigilo el auto de Héctor. Desde su lugar no podrá distinguirme. Para pasar desapercibido ante Salomón sólo debo consumir, una cerveza cada tanto, algún bocadillo. ¿Qué más?
- Te llegás allí a las nueve y media, te instalás y esperás. ¿Con quién pensás ir?
- Con nadie. Siempre hay alguien presente a quien retar a un duelo de pool.
- A las diez de la noche llega Héctor a la Richmond. Es infaltable. Sólo deberás estar en tu lugar y vigilar el auto. Cuando se retire, sea la hora que sea, me llamás al celular.
- ¿Eso es todo?
- Eso es todo- le dije, mirando el reloj pulsera- Son las ocho y cuarenta minutos, a las nueve y cuarto te acerco en el coche.
- Falta algo- me dijo, sonriendo.
- ¿Qué?
- Dinero, no podré arreglármelas sin él.
- Claro. Con doscientos, ¿alcanza?
- Sobra, pero, por las dudas. ¿Vos qué vas a hacer?
- Vigilar otro lugar.
- Hmm...¿Rosa?


V

A las diez en punto de la noche estaba aparcando mi coche a menos de veinte metros de la casa de Rosa Palermo. Elegí un lugar bastante discreto, bajo la sombra de unos cipreses de la misma cuadra, sobre el cordón izquierdo de la calle. Sólo había una farola encendida en la esquina, a mis espaldas; los tenues rayos de luz eléctrica colisionaban en la frondosidad de los especímenes, dejando en la oscuridad una superficie amplia a sus pies, hasta cubrir la totalidad del automóvil. Había sacado mis cálculos; los días de semana Rosa cerraba su Gimnasio justamente a las diez de la noche. Entre una y otra cosa, tardaría media hora en llegar a la residencia. La vería pasar a mi lado en su Fiat Uno azul, alejarse algunos metros al norte, a paso de hombre, y meterse en el garaje de su casa, al lado derecho de la calle. En perspectiva, en tan pocos metros mi visión dominaba todo el frente de la residencia, desde uno al otro extremo, aunque tenía un jardín entremedio del garaje y la ramificación de la casa sobre la vereda. Calculé unos quince metros de extensión en su totalidad. La sombra de los árboles me enturbiaban la visión oscureciendo la fachada, pero podría observar cualquier incursión efectuada desde la calle al interior del jardín, donde se hallaba el pasillo hacia la puerta de entrada. Además, sobre el frente no había otra acceso al interior, sólo dos ventanas a ambos lados de la puerta, y la luz del zaguán estaba encendida, lo que beneficiaba aún más mi posición. Así, tan tranquilo como podía encontrarme, encendí el primer cigarrillo de la noche.
Me había preparado para eso. Ya no podía soportar la tensión y debía utilizar un ansiolítico como escape. Sobre el tablero de mi coche descansaba impaciente la botella petaca de whisky, adquirida en el mismo kiosco donde había comprado los cigarrillos. Me esperaba una noche de ostracismo, de cautela y concentración, una noche tan larga y aburrida como pueden ser las noches de un centinela en la cuadra de un batallón a la hora de dormir. O quizás, lo contrario, una noche en vela esperando un disparo o un grito desgarrador. No ocurrió ninguna de las dos cosas. A las once y cuarto de la noche el Fiat dobló la esquina a mis espaldas, transitó a mi lado a paso de hombre y se introdujo en el garaje de la casa. Rosa traía un acompañante, pero la oscuridad de la calle no me dejó percibir si era hombre o mujer. Una hora después, las luces se apagaron y todo quedó en penumbras, incluso el zaguán de la fachada. A las dos de la mañana había terminado los cigarrillos y media botella de whisky, el interior del coche apestaba a humo y alcohol. Sentí mi rostro encendido por la ingesta, y la sangre ebulliendo aceleradamente por las arterias. Abrí lentamente la puerta y salí a tomar el aire fresco de la noche. Un mareo repentino me obligó a recostarme por el coche. Miré hacia la casa de Rosa, cobijando la cabeza entre mis brazos doblados sobre el techo del Wolgwagen.
Fue entonces que lo vi. Un pequeño caniche rasgaba sin descanso la puerta de la casa, en la oscuridad del zaguán. Escuchaba el triste lamento del perrito, tan inconfundible como el sollozo de un niño en la quietud de la noche. Me encarrilé y me largué a cruzar la calle en dirección a la residencia de Rosa. Me fue difícil acomodar el cuerpo en perspectiva, noté la fuerza gravitacional apremiando mi sentido de orientación; me empujaba de derecha a izquierda, trastabillaba al enfocar los pasos en forma correcta, y en el avance, erraba de dirección perdiendo estabilidad. Había bebido demasiado, estaba borracho; no me percaté de ello las más de tres horas sentado en el coche, tragando alcohol como una bestia. Me apoyé en el primer árbol luego de tambalear sobre el cordón de la calle, sacudí la cabeza y esperé un momento antes de seguir. Otro mareo instantáneo me descompuso, sentí la bilis subírseme hasta el esófago y las arcadas estrujárseme en el garganta. Vomité. La brisa del sur me sacudió la cara en ese momento, noté la fiebre acusar el impacto del viento fresco y bajar por un instante; entonces me erguí, comencé a caminar lentamente apoyando los pies en piso firme, buscando un sendero despejado para cruzar el jardín. Del otro lado, en la base de la puerta, el caniche se había acostado en el piso de baldosas, con las patitas estiradas y la cabeza apoyada sobre ambas piezas. Tenía los ojos tristes y no dejaba de gemir. Mi conciencia debió estar obnubilada en ese momento, lo recordaba todo después, pero no podía discernir el efecto de aquella tozudez de borracho al permitirme semejante intrepidez. Cuando apoyé el hombro en la puerta, arrodillándome para alzar al perrito, ésta se abrió por el peso de mi cuerpo y caí redondo al interior de la casa. Después sólo me recuerdo irguiéndome, buscando un apoyo en la oscura habitación, cuando algo chocó con mi cabeza y sentí una bomba explotar en mi cerebro. Me desmayé.
A las cinco de la mañana me despertó el repique agudo del celular. Me hallaba en penumbras, pero noté la luz de las farolas de la calle cayendo en cascadas por entre los intersticios del cortinal de las ventanas ubicadas a ambos lados de la puerta. Me costó unos minutos recuperar la conciencia. El dolor de cabeza me llegaba a las cervicales, me tenía somnoliento y sin ánimos de nada, pero el pánico terminó por despejarme. Saqué el móvil del bolsillo del saco y miré en el visor. Las llamadas eran de Ricardo, se extendían desde las dos y media hasta la última, que me despertó, un mensaje de texto enviado hora y media antes del amanecer. Rápidamente tomé conciencia de la situación. Me acerqué a la puerta y busqué tácticamente la llave de luz. La cámara abarcaba toda la construcción del frontispicio, de seis metros de largo por tres de ancho, una inmensa sala de estar con dos sofás y cuatro sillones de pana instalados sobre una alfombra color salmón, bastante acolchada. Yo había estado inconciente más de dos horas cubriendo con mi cuerpo el piso de gran parte de la superficie. Mi instinto me ayudó a buscar huellas de mi mismo pero rápidamente aborté la idea pensando en quién me había golpeado y por qué no me había movido de allí. Pasé a la otra habitación, en completa oscuridad. Era una especie de cocina comedor, bastante amplia y con ventanas en dirección al sur. Todo estaba en orden, una mesa y seis sillas acomodadas en su lugar, dos muebles de vitrina, un aparador de vajillas y un mostrador de bebidas, éste último haciendo límite con la cocina, en cuyo interior se hallaba la puerta de ingreso al garaje y donde también reinaba el orden. La puerta contigua daba sobre un pasillo que abarcaba todo el ancho de la construcción, de norte a sur. A un lado, una habitación, en el medio, un baño y al otro extremo, un dormitorio, frente al cual el pasillo daba ingreso a una sala de estudio. Primero ingresé al baño, donde me sosegué de todas las penurias del cuerpo, sin tener en cuenta la premura del asunto. No sabía con qué iba a encontrarme, pero la ocasión no daba para mucho. Eso pensé, si en realidad no daba para tanto: ¿quién me había golpeado? ¿por qué?. Entonces revisé los dormitorios, donde no hallé nada importante, sólo una ventana abierta en el de la izquierda, el que daba al frente con la sala de estudio y a un lado con un pasillo de salida hacia la parte de atrás. En la sala de estudio encontré lo que buscaba. Rosa se hallaba acostada sobre un reguero de sangre, en el suelo, sobre el piso de parqué, y en medio de las cuatro paredes revestidas de estantes cubiertos de libros. En frente suyo había un escritorio, y también un sillón con ruedas donde se hallaba tendida  una de sus piernas. En pocos segundos me expliqué la situación: ella había estado sentada, esperando a su compañero, o compañera, cuando, cualquiera sea, la degolló desde la espalda, con un tajo certero en el cuello, una herida proferida de izquierda a derecha. El asesino era diestro, lo advertí al revisar el tajo en la garganta, profundo sobre la carótida izquierda y superficial en el otro extremo, sin lesión cortante sobre esa zona de la arteria. Rosa debió tardar menos de tres minutos en desangrarse, después de intentar taponar la hemorragia con sus propias manos; las tenía asidas a su cuello, acto reflejo por el cual parecía haber intentado estrangularse con sus dedos. El cuchillo se hallaba tirado a un metro del cuerpo, con la hoja de acero tan ensangrentada como sus brazos. No lo pensé dos veces, saqué mi pañuelo del saco y limpié prolijamente el cabo. No sería un estúpido el asesino, si alguna huella digital hubiera en el arma, ésas serían las mías. Antes de salir del cuarto miré por última vez el cadáver; parecía un arlequín, la sangre se había bifurcado sobre la cara y el tórax en forma de rombos multicolores, como remiendos coloridos e irregulares. Al largarme por el pasillo hacia el patio miré el reloj. Eran las cinco y media de la madrugada, de un amanecer sangriento y horripilante. Al final del espacio verde, de más de veinte metros de fondo, un tacho se hallaba instalado al borde del tapial limítrofe. Me alcé sobre él y observé la calle posterior, tan oscura y brumosa como puede ser una catacumba. Ningún vecino había advertido la fuga del homicida, pero muchos a esa hora podrían verme saltar la cerca. Me arriesgué, quizás las sombras oscuras del callejón pudieran protegerme de cualquier testigo. Cojeando, y con la terrible migraña a cuestas, doblé en la umbrosa esquina, al llegar al extremo de la arteria, caminé otros setenta metros y llegué al coche. Todavía el pánico no se había adueñado de mi conciencia y tuve la frialdad de detenerme unos segundos, quitarme la camisa, hacerla en dos pedazos, y con toda la tranquilidad del mundo, amparado por la sombra de los cipreses, cubrir con ellos las patentes de los extremos. Subí por el lado del acompañante, me acomodé sobre el volante, arranqué y partí de allí lo más lentamente posible. Al llegar a la ruta provincial, camino a mi hogar, me detuve a la vera del camino. Tenía una hora de oscuridad antes que el sol alumbrara el nuevo día. Debía meditar, buscarle una salida a la nueva situación. Después de todo, la embriaguez me había alienado de la realidad, por dos horas había perdido el conocimiento en el mismo escenario de un crimen. ¿Cómo había terminado inconsciente sobre la alfombra de Rosa? Alguien me había golpeado, de eso no cabía dudas. Quizás fue el asesino, o quizás ella, o quizás ambos.¿Cabía dudas o no? Quizás yo mismo la había matado. El golpe podría ser sólo una ilusión, mis instintos asesinos eran tan puros como el de cualquier ser normal, y más activos aún, desnudos como estaban de cordura. Sí no fuera así, Rosa estaba muerta, y había un hombre, o una mujer, desconocido para mí, en libertad y con herramientas suficientes para incriminarme. Eso sí era preocupante, escapaba a toda lógica y deducción. Pero yo seguramente no iría a resolver el asunto apelando a la lógica y la deducción. Treinta y dos años en la profesión, cinco muertes en mi haber, ascensos retardados por mala conducta, suspensiones por alcoholismo y por utilizar métodos atípicos en los procedimientos. Buen prontuario para configurar el historial de un policía corrupto. Como acusó aquel psicólogo al intentar expulsarme de la fuerza: “un tipo como usted sólo posee un extraordinario don de la observación, siempre resuelve los casos pateando las calles en busca de información y manipulando las cosas a su antojo. Sea conciente de sí mismo, no es un personaje de película, sólo un tipo flaco, cuarentón, que no se casa con nadie y testarudo, un personaje sin nombre en la historia policial de la ciudad”.  Me lo había dicho diez años atrás cuando yo bebía y fumaba  prisionero de los vicios. Tenía razón, mis defectos físicos se salvaban gracias a mi gran astucia, rapidez mental y aguda observación, recorriendo incansablemente calles y garitos en busca de confidentes que me pongan sobre la pista correcta. Además, como sabueso policial, siempre tuve facilidad de palabra; a la hora de manipular los hechos, la verborragia me servía para sortear los grosos errores de procedimiento. En esta investigación dicha actitud me estaba costando la desconfianza de un compañero, Martín, la bronca de los funcionarios de justicia, el Juez y el Fiscal, y ahora una probable acusación de homicidio. En ese momento recordé a la “mujer fatal” de esta historia, con un largo historial de amantes a sus espaldas, y a su hermano, con una gran ansia de dinero. La muerte de Esther desempeñaba el papel fundamental en el desarrollo de la investigación, precisamente, por ser la causa de la misma y porque motivó el segundo de los asesinatos, el de Hugo, promovido por acallarlo como testigo; él tenía la clave para atrapar al verdadero homicida. Y ahora Rosa. Yo había pasado la noche en su casa; estando borracho, a la mañana siguiente, la había encontrado muerta. No recordaba nada de lo sucedido, y hasta sospechaba de mi culpabilidad.  Sea como sea, el asesinato de Rosa sería uno de los más complicados de resolver para mí. Sin embargo, algo había hecho bien esta vez, había limpiado con esmero mis huellas en la escena del crimen, tan bien como el asesino de Esther cuando borró sus rastros después de matarla. 

VI

El miércoles por la mañana el amanecer me sorprendió debajo de la ducha, cuando los primeros rayos de sol penetraban por la banderola del baño y yo intentaba encender un cigarrillo debajo del agua fría. Metí el cuello por entremedio de la ventanilla para echar el humo afuera, en puntas de pié y apoyado con las dos manos sobre los azulejos de la pared;  todavía tambaleante por efectos de la resaca, paseé la vista por el firmamento y vi cómo las nubes cargadas avanzaban sobre el astro rey desde el norte.
El efecto somnífero del alcohol se había adueñado tanto de mi debilitado organismo que no pude mantenerme erguido y debí sentarme al borde de la bañera. En esa posición quedé unos minutos, hasta encontrarme más despejado, entonces me alcé y lancé el cigarrillo al césped del jardín. Sentía un gusto amargo en la garganta, y una acides insipiente en el estómago.
No obstante, tomé otro cigarrillo y lo encendí con toda la parsimonia del mundo. Estiré el brazo al exterior, doblé el codo para acercar el filtro a los labios y saqué nuevamente la cabeza para echar el humo hacia afuera. Así, exponiendo el rostro al viento fresco de la mañana, observé cómo el cielo plomizo se adueñaba del escenario. Después escuché los golpes en la puerta del baño, inquiriéndome abandonarlo, e inmediatamente una seguidilla de pasos elevándose por las escaleras. Sonaban como el desfile de un regimiento militar. El alboroto en los dormitorios de mis hijos se hizo sentir a los pocos segundos. Elsa sacudía los cuerpos de Ricardo y Abel para despabilarlos y sacarlos de la cama. Los rayos y truenos anunciaban una nueva descarga líquida en la región, probablemente intensa y dañina para las plantas del jardín; había que protegerlas de la andanada y para ello se necesitaban todos los brazos posibles. Permanecí un tiempo más en la misma posición, hasta ver a los muchachos trajinar en calzoncillos por el pequeño vergel, con los bolsones de polietileno en sus manos.
Después Elsa intentó por segunda vez sacarme del encierro, me llamó al orden con gritos histéricos detrás de la puerta. No hice caso a sus reclamos; impertérrito, lancé la colilla al exterior y me acerqué lentamente a la pileta para limpiarme los dientes. Todavía sentía el gusto amargo de la resaca subiendo desde las vísceras a la comisura de los labios, el sabor atroz del alcohol y el cigarrillo fermentando en el estómago sin poder digerirse. Desnudo aún, fijé los ojos al espejo para arreglarme el pelo revuelto, ¡Qué calamidad!¡Por Dios!, mi rostro se parecía a la caricatura de esos animales de ficción dibujados con trazos exagerados, ojeras infladas por encima de las mejillas y por debajo de los párpados, frente arrugada como un fuelle de acordeón, y mirada lánguida, perdida en las inmediaciones de un cerebro marchito por la migraña taladrándome las cervicales.
La afanosa incursión de vigilancia en la casa de Rosa me había convertido en esa piltrafa, estaba a la vista, y aunque el agua fría había reducido la resaca, todavía sentía mis ojos arder por la presión ocular. Anonadado, abrí el botiquín y saqué el gotero para humectarlos y aliviar la tensión. Fue instantáneo, las vírgulas pequeñas del blanco de los ojos fueron diluyéndose ante el efecto del impregnador, casi hasta desaparecer. Tomé el cubo de las aspirinas y metí dos en la boca, llené el vaso de agua y lo bebí sin resquemor. El líquido fresco se deslizó tranquilamente hasta el estómago, arrastrando con ella las dos píldoras analgésicas. Mis entrañas se contrajeron, sentí un leve fulgor elevándose por la faringe hasta llegar a la garganta, y después, el eructo, formidable, agudo y espantoso. 
En la Seccional me esperaba una jornada interminable, seguramente en pocas horas alguien llamaría a la jefatura para notificar la muerte de Rosa. O quizás, a la tarde, todo dependía de su entorno o sus vecinos. Me abrigué con el toallón y, salpicando el piso con algunas gotas de agua aún adheridas al cuerpo, me trasladé al dormitorio.
Elsa se hallaba sentada al borde de la cama, en camisón, mirando la lluvia caer por entre los vidrios empapados de la ventana.
- ¡Qué noche, la de anoche!- me dijo, en sorna, sin siquiera mirarme a los ojos.
- Una noche terrible- le dije- noche de vigilancia, de aburrimiento.
- Ricardo se preocupó. No respondiste sus llamadas a partir de las 3 de la mañana. ¿Qué hacías?
- Debí bloquear el celular. Los sospechosos se hallaban muy cerca del coche y...uno nunca sabe.
- ¿A quiénes vigilan?
- ¡Mujer! Ya sabes, algunas preguntas no se hacen a un policía.
- Ricardo tampoco lo es. ¿Por qué involucrarlo en tus asuntos? Si es peligroso para vos, también lo debe ser para él.
- ¿Te dijo algo? ¿Llamó a la Seccional?
- No, yo quise hacerlo, pero se negó.
- Bueno, al menos es obediente. Hubiera sido fatal un llamado de socorro en esa instancia.
- No veo la hora terminen con esa investigación. Te tiene a mal traer. Estás nervioso, fatigado, se nota en tu rostro. Debes descansar.
- ¿Qué tiene mi rostro?
- Demacrado. Fíjate en tus ojos, están encendidos. Ya no estás para eso, cariño. Tienes colaboradores ¿no?
Elsa calló un instante. Observaba la lluvia cada vez más copiosa. También ella vigilaba: sus plantas, del otro lado del parque, embozadas con cobertores de polietileno. La pared del tapial las cobijaba del viento, casi cincuenta metros perimetrales de plantíos de diferentes especies creciendo a la sombra del muro.
- ¿Qué esperas?, ¿el granizo?- pregunté, curioso al ver las plantas cubiertas.
- Eso anunció el pronóstico meteorológico.
Me acerqué a la cómoda, busqué ropa interior y comencé a vestirme.
- Supongo no irás a trabajar a la mañana- dijo después.
- Debo ir; vos sabés, no estaría tranquilo en casa, con todo ese asunto en pañales.
- Debes descansar cariño, no has dormido en toda la noche, se te nota.
Una noche sin dormir, ¡vaya problema!, mi cuerpo aún podía soportar mucho más. No me preocupaba el cansancio, tenía otras cuestiones en mente, asuntos realmente importantes, como estudiar una estrategia apropiada para despistar a mis colaboradores en la nueva pesquisa. Eso sí me tendría a maltraer. Y cómo resolverlo. Bueno, tampoco era para desesperar. La solución estaba al alcance de mis posibilidades siendo el Jefe de la Investigación. Tan sencilla cómo, en primer término, deslindar responsabilidades. Ya lo había pensado en el momento de fugarme de la casa de Rosa Palermo; sería conveniente para mí no mostrarme en el escenario del crimen en el momento de la requisa, cuando la comisión sellara la escena del crimen en busca de evidencias. Los policías, mis subordinados, registrarían la casa y aprovecharían cualquier distracción del jefe del operativo para desvalijar la residencia. Yo conocía bien a mi gente, la suspicacia tenía sentido. Durante el procedimiento en busca de evidencias la atención de los agentes estaría orientada al descubrimiento de los bienes materiales de la occisa, dinero, joyas, etc. Eso, lógicamente, si no estuviera yo a la cabeza del operativo. Martín, a quien delegaría la conducción del operativo, se abocaría pura y exclusivamente al estudio del cadáver, su posición en la escena, los rasgos puntuales de la herida, el arma homicida, etc. a partir de los cuales aplicaría sus conocimientos y la suma de deducciones técnicas apropiadas; dejaría la inspección del resto de la casa a cargo de los subordinados, con la orden expresa de informar velozmente cualquier novedad importante. Los uniformados convertirían el espacio en una desprolijidad, un desorden, buscando los objetos materiales de su interés, y hasta podrían borrar los rastros de mi presencia allí, si algunos se me hubieran pasado por alto. ¿Qué pasaría, en cambio, si mi asistente, al  verse responsable de la acción, tomara medidas extremas? Después de todo, los seis meses de actividad a mi lado podrían haberle servido de experiencia para cambiar su ritmo habitual frente a un caso de  homicidio. Antes me tenía a mí para dirigir los procedimientos, si yo renunciara a la demanda podría aprovechar el mismo estilo de trabajo y de ese modo encontrar mis rastros en la escena del crimen. Aunque tampoco eso redundaría demasiado en caso de sospecha: yo había estado la tarde anterior, durante hora y media, interrogando a la víctima, en su propia casa, por lo tanto, mis huellas podrían haber quedado impregnadas en algunos objetos; al menos en dos habitaciones. No debía preocuparme por eso; en el arma, me había encargado de borrarlas, lo mismo en los marcos y puertas de madera de las habitaciones posteriores, lugares donde no podría justificar mi presencia en pos de una interrogatorio informal a la víctima horas antes. Otra cuestión era el teléfono de Rosa, lo encontrarían, seguramente, o no, eso dependía de las intenciones del asesino; aunque, no los registros de llamadas; si el asesino fuera inteligente, y de eso no podía dudar, se lo habría llevado consigo. Además, como ocurre siempre en estos casos, las llamadas entre dos conspiradores los obliga a cambiar los chips si se interrelacionan mutuamente y desean borrar todo vestigio de esa conversación. La Central Telefónica, más aún si esas líneas alternativas corresponden a un código de área distinto, no podrá rastrear la comunicación entre ambos, y por ende, tampoco lo que Rosa hubiera transmitido de mi voz durante la entrevista. Esto último, sin embargo, no tendría importancia si yo hiciera las cosas bien. 
Eso sería lo primero a tener en cuenta durante la nueva jornada: primero, informar a Martín de mi visita a Rosa Palermo la tarde anterior, si era posible antes del descubrimiento del cadáver; segundo, destruir el chips de mi teléfono celular. A nadie se le ocurriría rastrear las llamadas de Ricardo, pero sí las mías, en el caso de sospecha si rastros de mi presencia en la casa de la muerta fueran aprensibles. Volvería a poner el chip original y eliminaría el usado la noche de vigilancia.   
- ¡Aníbal! ¡Por Dios, prestame atención!-gritó Elsa, a mi lado.
- ¡Qué ocurre, mujer!, no seas histérica.
- No me escuchas, no irás hoy al trabajo, al menos, a la mañana. Estás fatigado, es necesario descanses del trajín de esta noche.
No respondí. Me hallaba acongojado. ¡Pobre mujer! Tan preocupada por mí y yo sin poder sosegarla; no era posible pensar en mi salud, aunque estuviera agotado, no tenía tiempo para ello, las cosas se iban de mis manos y debía arreglarlas lo más rápido posible. Tantos asuntos en mi cabeza, tantos problemas irresueltos, tanta incertidumbre. Si no arreglaba pronto la situación me volvería tan rudimentariamente sanguinario como los mismos asesinos. ¿Qué había pasado hasta el momento? Tres homicidios en veinte días, algo inusual en una ciudad de agricultores: Esther Dejón, Hugo Pintos, y ahora Rosa Palermo, a quién me había cargado yo mismo, según las pobres evidencias, y la mirada rigurosa de cualquier investigador avezado. Sumaban tres, y quizás no fueran los únicos.
- Bien, cariño, deja de parlotear y alcánzame la ropa. A la siesta podré descansar lo necesario.
Me vestí ante las quejas insistentes de mi mujer. El desayuno lo tomaría en el camino, una taza de café caliente, un par de macitas, si mi estómago lo resistía. Antes de subir al coche visité a Ricardo en su aposento.
- ¿Qué pasaba anoche, papá?- me dijo, preocupado, al verme parado en la puerta. Se hallaba somnoliento, cansado y sin intención de abandonar la cama.
- Contame las novedades. ¿A qué hora se retiró Héctor de la Richmond?
- Después de las tres de la mañana; fue el último, luego cerraron las puertas. Fue cuando llamé a tu teléfono por primera vez. Media hora después lo hizo Salomón. Cerró el recinto y debimos retirarnos los pocos concurrentes acantonados allí. Llamé por segunda vez a esa hora, pero no respondiste, ¿dónde estabas? Cuando volví a casa, no te encontré, me puse nervioso. Pensé lo peor. Mamá quiso llamar a la Seccional. Siguiendo tus instrucciones, no la dejé.
- Hiciste bien. No pude contestarte, había apagado el celular.
- No mientas, las llamadas fueron recibidas en tu aparato, nada más, no contestaste. O lo habías dejado en el auto al marcharte a hacer algo, o bien, no quisiste responder.
- Bueno, en realidad, me encontraba agazapado en un lugar incómodo, muy cerca del objetivo. Bajé el volumen a silencio total para no descubrir mi posición.
- ¿Encontraste lo que buscabas?
- Nada hijo, nadie se acercó a la casa de Rosa, llegó sola, estuvo un rato con las luces encendidas y al poco tiempo se acostó. Entonces me acerqué lo más posible a la residencia. Estuve de polizón en la oscuridad del jardín todo el tiempo, esperando alguien la sorprendiera. No pasó nada. Al amanecer me volví a casa.
- ¿Asunto concluido?
- Bueno, al menos no se dio el mismo caso de Hugo Pintos. Quizás otro día. Hoy voy a ordenar una vigilancia estricta en la casa de Rosa, todas las noches.
Después de charlar con Ricardo me dirigí a la Seccional. Elsa me había preparado el desayuno de fajina, té con leche, en jarro de loza. Me pidió no ingiriera nada sólido hasta llegar al despacho. Podría beber durante el viaje y comprar después unas tostadas, nada con grasa. Antes de despedirme me ordenó ver al médico, me veía macilento, quizás por los problemas hepáticos. En la oficina reinaba el orden total. Al entrar, Martín me saludó con presteza; estaba sentado en su escritorio, en la oficina aledaña. El suboficial de guardia me acercó la correspondencia junto a una taza de café humeante.
- Jefe- dijo Martín, recostado en el umbral de la puerta- Tengo gratas noticias para usted.
Sonreía y agitaba un pliego de papeles en sus manos.
- ¿Sobre qué asunto?- pregunté, desinteresado. Me había puesto a revisar la correspondencia con la perspectiva de ver el nombre de Marina Vali en alguno de los  sobres. Si fuera así, lo haría desaparecer del despacho, inmediatamente. Ahora mi única esperanza para resolver el caso sería la información acerca de los Dejón, y ella lo haría a través del correo de Internet. No debía quedar ningún rastro de mi informante en la oficina, eso sería peligroso si mis sospechas se confirmaban y los subordinados respondían, como estaba convencido, a las directivas del juez y el fiscal.
- Es un dictamen del Juez- me respondió- Lo acabo de leer, nos ordena abandonar la pesquisa por el momento, realizar un informe sobre los últimos procedimientos y enviárselo a la mayor brevedad posible. Fíjese usted, ja, ja, ja, ¡si estará apurado!: nos da tiempo hasta las doce del mediodía.
El comentario de Martín resultó irónico, algo así como una burla programada. Me pareció pertinente, entonces, representar mejor el papel de estúpido frente a quien realmente me creía de esa condición. En verdad se mofaba de mí, lo que hubiera resultado intolerable en otra situación, pero no en ésta, cuando necesitaba ampararme en sus errores. Tras cartón, puse cara de sorpresa y salté de la silla. Quizás sonara egocéntrico, pero en esos instantes de actuación gocé por anticipado la revancha de quien reiría mejor cuando alguien denunciara la muerte de Rosa Palermo y ellos hubieran de retractarse y reanudar la pesquisa.
Mientras tanto, tomé los folios en mis manos y me senté a leerlos.
Mis improvisadas dotes histriónicas no acabarían con eso solamente.
- Ayer por la tarde entrevisté a Rosa Palermo- dije, sin levantar la vista de los papeles.
- ¡Oh!, pobre muchacha- se lamentó- ella también debía sufrir nuestros desaciertos.
- ¿Realmente has cambiado de opinión, Martín? Yo no puedo asimilar esta decisión del juez; es una determinación demasiado apresurada. Debería esperar a la semana siguiente, estos tres días pueden cambiar el rumbo de las cosas.
- Es un dictamen, Jefe. Yo me sometería  a él sin reservas.
No me sorprendió la falta de tacto en la respuesta. Martín ya no tendría consideraciones en mostrarse abiertamente contrario a mis proyectos. Por supuesto, lo haría subrepticiamente, a través de frases bien compuestas y con la sana intención de no herir susceptibilidades.
Me pareció el momento adecuado para dramatizar aún más esa vergonzante sucesión de torpezas a la que mi asistente hacía hincapié cuando refería  la muerte de Esther Dejón.  Delante suyo, y sin tener en cuenta sus palabras, tomé el teléfono y pedí una audiencia con el juez. Intentaría, delante de Martín, defender mi teoría sobre el crimen. El secretario del juzgado me anunció la imposibilidad de contactarme con el magistrado, se había ausentado indefectiblemente hasta el comienzo de la semana siguiente. 
No insistí con el Fiscal. Seguramente él, junto a Martín, habrían convencido al funcionario de la decisión inaplazable. Eso me conmovió. Tras el descubrimiento del cadáver de Rosa, la prensa los pulverizaría si antes publicaran el decreto del Juez. Como siempre, los adversarios políticos de la magistratura pedirían las cabezas de los burócratas. ¿Qué pasaría después? Bueno, mi cuello estaría seguro, no debía preocuparme por eso. Obediencia debida. Solamente perdería las riendas del caso; la Jefatura enviaría una comisión especial para encargarse del asunto, investigaría los pormenores del proceso analizando mi actuación y la de los funcionarios de justicia. Buscarían los errores de conducción más importantes, detectarían los informes redactados por mi despacho en la comisaría, la orientación de la pesquisa pergeñada en pos de una teoría y las decisiones  arbitrarias del Juez y el Fiscal. Esos errores de conducción me dejarían libre de culpa y cargo y justificarían la renuncia consecuente de los funcionarios judiciales.
Siempre y cuando el Juez y el Fiscal tomaran conciencia de la gravedad del asunto y no se precipitaran en dar por terminada la investigación.   De todas maneras, Rosa podría salvarlos con su propio cadáver, si apareciera antes de las dos o tres de la tarde. Para esa hora el Fiscal ya habría concertado una rueda de prensa donde daría a conocer la culpabilidad indiscutible de Hugo Pintos como único asesino de Esther.
En el caso contrario, y esto me beneficiaba, si Rosa mostrara su cuerpo antes del tiempo previsto, los tercos muchachos del juzgado no tendrían otra opción que mitigar sus niveles de autoestima y congraciarse conmigo, concediéndome el crédito merecido. Después de todo, y esto redundaría en beneficio de la verdad, lo importante para mí no estaba centrado en una guerra de vanidades, sino en llevar a término mis conjeturas y descubrir a los asesinos: junto con ello, por supuesto, granjearme el favor de la autoridad y alzarme los galardones correspondientes.
Si las cosas siguieran el rumbo previsto por el Juez, pues bien, no sería yo el responsable del equívoco. Ellos mismos deberán asumir las consecuencias de sus decisiones cuando se evidencie el error y el mundo les caiga encima. Yo no sería el chivo expiatorio de sus desaciertos, antes de enviar el informe conservaría una copia del mandato del juez, con la orden de aplazamiento del proceso investigativo. No me tomarían por sorpresa esta vez, tendría en mis manos herramientas suficientes para refutarlos, aunque eso implicara un golpe certero a la cerviz de la Institución, y yo, como cabeza visible y responsable directo de las actividades de la Seccional, debiera sufrir algunas críticas por parte de la prensa. Inoperancia o letargo funcional. Así como la prensa no perdonaba jamás el ineficaz accionar de los Oficiales de Justicia, tampoco perdonaría el mío. Al final, el tiempo demostraría el groso error de los funcionarios judiciales. Si por falta de experiencia, o por otras cuestiones, dirigían en forma incorrecta las investigaciones, esta vez no tendrían en quien cargar sus errores.
Por otro lado, lo ideal para el caso sería descubrir el cadáver de Rosa, y si fuera posible, antes de la rueda de prensa, aunque significara salvarlos a ellos de la ruina.  Debía buscar la forma de hacerlo sin llegar a descubrir mi pobre desempeño en el lugar del suceso la noche anterior. Modos no faltaban, aunque fueran infantiles. Ni uno de ellos podría incriminarme, de eso estaba seguro; siempre y cuando no me arriesgara a chocar “casualmente” con el cuerpo en su casa. El medio más eficaz y práctico sería el de apelar a las herramientas de citación acostumbradas, enviar a un agente con una orden oficial de convocatoria. Eso sería muy provechoso, además, la única herramienta en mis manos para descubrir el cadáver.
Sin perder el tiempo, luego de fotocopiar el edicto,  ordené a Martín la redacción del informe solicitado por el Juez. Puse al encargado de archivos a su disposición y me retiré del despacho con la promesa de regresar a la hora siguiente. Al cruzar por la sala de espera ordené al oficial de guardia una citación para Rosa Palermo, intimándola a una entrevista bajo apercibimiento de ley. 
Nada más tenía por hacer en la oficina, salvo especular sobre los nuevos acontecimientos, actividad reflexiva poco recomendable en un lugar tan bullicioso como la Seccional. Me calcé el impermeable y salí a la intemperie.
Afuera, un rayo tronó en el firmamento y la llovizna se convirtió en un terrible caudal de agua cayendo sobre mis espaldas. Quizás no fuera tan buena idea salir a deambular bajo la lluvia, pero todo sería mejor a estar teorizando en un infierno donde los pocos subalternos se habían convertido en conspiradores tutelados por dos corruptos magistrados de la ley. ¿Y mi situación? En ningún momento pensé sería tan fácil de sortear. Algún rastro de mi presencia en el escenario del crimen podría inculparme, el mismo asesino había tenido en sus manos la ocasión propicia si se hubiera planteado concretarla. ¿Cómo lo haría? De la forma más natural, a través de pruebas incriminatorias plantadas adrede en la escena del crimen, intangibles a la vista, y por ende, desapercibidas para mí durante la revisión cautelosa del lugar. Debía tener en cuenta esa posibilidad, más aún si el homicida quisiera enturbiar la investigación y ganarse un respiro cambiando el centro de atención de los pesquisas. Una prueba sospechosa podría costarme la exclusión transitoria de la fuerza, aunque les resultara difícil probar el móvil del crimen.
De cualquier modo, ya era tarde para echarse atrás, cambiar de estrategia. Si en su momento hubiera actuado bajo los códigos del procedimiento policial, no me preocuparía haber salido de la casa de Rosa sin antes llamar a la Policía Científica. No lamentaba tampoco haber tomado mi propia decisión, elaborar un plan alternativo, aunque fuera arriesgado. Lo había pensado fríamente en el momento del incidente, el escenario del crimen. ¿Con qué consecuencia? enfrentarme a un cargo por homicidio, una trastada que podría servirme para algo si mi oponente decidiera intervenir. Tarde temprano, en término de horas, el homicida se pondría en contacto conmigo, para intimidarme o extorsionarme.
Eso cavilaba mientras correteaba por las inundadas calles de la ciudad. Podía seguir elucubrando horas y más horas sobre el asunto, tejer y destejer una telaraña interminable de argumentos; nada iba a cambiar de todas formas, debía esperar los acontecimientos venideros con paciencia. Mientras tanto, las calles, anegadas por la lluvia cada vez más torrencial, entorpecían el andar de mi Volkswagen. El río de agua, favorecido por el declive natural de las calles, empujaba con fuerza la masa putrefacta, sucia y herrumbrosa, arrastrando consigo toda la basura de la metrópolis hacia los albañales del sur.
El anunciado granizo surgió de pronto, como aluvión de pedregullos golpeando insistentemente la chapa del Volkswagen. Las pequeñas partículas de hielo alfombraban la superficie, convirtiendo el piso en un lodazal de pedriscos que crujían sonoramente bajo las cubiertas del coche. Desaceleré la marcha, obligado por la espontánea precipitación,  y aparqué el coche bajo la techumbre natural del los cipreses plantados en la acera, frente a una construcción en ruinas, hasta el momento irreconocible para mí. Allí quedé unos segundos, impávido ante el diluvio de pedruscos transparentes estrellándose en el pavimento.
Observé los alrededores, un escenario vívidamente constipado por el ruido infernal de la borrasca y la visión nebulosa del entorno. No había nadie transitando la calle, sólo un grupo de hombres estacionados en el interior del monumento derruido, cuyas puertas y ventanas carecían de cerramiento. Los sujetos miraban al exterior, conversaban y reían observando el fenómeno de cristales cayendo sin cesar.
Aunque me hallara perdido, aturdido y cegado tras la cortina de vapor impregnada en los cristales del coche, pronto reconocí el lugar donde me hallaba. Se trataba de la antigua Estación de Trenes, una edificación abandonada hacía tiempo, desmantelada por los continuos saqueos de la gente del barrio. Miré al grupo de refugiados, reunidos en torno a un fogón improvisado para cubrirse del frío que penetraba por los tantos orificios de las paredes. Vi brazo alzarse en medio del conjunto, flameando insistentemente como si alguien me saludara en medio de la conmoción.
- ¡Hey, jefe!- escuché de pronto gritar a uno de los amotinados en el viejo albergue; me llamaba a viva voz.
Eriberto, lo reconocí entre la tropa de albañiles, elevaba una mano por encima del montón de cabezas, dándome señales de bienvenida. Los demás, haciendo caso omiso a la algarabía de su capataz, miraban estupefactos el tremendo portento que en ese momento comenzaba a caer a baldazos.
- ¡Hey, Jefe, venga con nosotros!- gritó nuevamente.
Cubrí mi cabeza con la capucha del impermeable, abrí la puerta del Volkswagen, y sin pensarlo demasiado, corrí los diez metros de distancia hasta el improvisado hospedaje.
Resbalé un par de veces antes de ingresar por la puerta donde me esperaban Eriberto y sus compañeros, quienes sonreían a la expectativa de ese tropezón esperado.
- Hola Jefe- me saludó sonriente. Cuando llegué junto a él,  estiró su mano izquierda para acercarme un jarro de chapón con una bebida transparente y espumosa.
- Es caña, y de la mejor- dijo, desenfadado- Tome un trago, lo abrigará por dentro.
- Bueno, un trago, para no despreciar.
- Métale nomás, no se acabará por eso, estamos bien provisto de este brebaje, je, je, je.
- ¿Qué hacen acantonados aquí?- pregunté.
Eriberto levantó un brazo para señalar por encima y más allá de la calle.
- ¿Ve aquel edificio de enfrente? Estábamos por empezar a pavimentar el techo cuando se largó el aguacero. No nos quedó otro lugar para guarecernos, je. ¿Y usted, qué hace por estos pagos?.
Los ojos le brillaban más de lo normal, sonreía compulsivamente, con ese talante gracioso pero reprochable en hombres normalmente aplomados. Imaginé mi propio comportamiento de la noche anterior, la figura de un borracho trastabillando en medio de la noche por las calles de la ciudad. Me di lástima a mí mismo. Yo también había perdido la mesura, y lo peor, quizás la volviera a perder si la prudencia se tornara insostenible frente a una nueva frustración.
De todos modos, no podría perdonarle este desliz, una de las condiciones de la libertad condicional era justamente abstenerse de alcohol y de cualquier estímulo artificial. Sin embargo,  Eriberto había sido un hombre juicioso hasta el momento, lo había sido siempre para todos. El cambio de actitud me extrañó, nunca se había mostrado en esas condiciones, entorpecido por la ingesta de alcohol, y menos aún, frente al funcionario público encargado de fichar su conducta.
- ¿Anda vigilando el barrio?- preguntó.
¡- Un policía siempre vigila- le dije, siguiéndole la corriente. Sus compañeros cambiaron de posición, del orificio de la puerta pasaron al de la ventana. Nos dejaron solos.
- Gracias por el gesto- dijo después.
Quedé absorto, sin entender la referencia. Mientras tanto, él aprovechó el franco silencio de mi estupor para llenar el jarrón con el resto de la caña depositada en la botella.
- Festejemos- dijo- no tengo nada más para ofrecerle ahora.
Me miraba a los ojos, con los suyos resplandecientes y brillantes por efectos del alcohol, y esa mueca seductora tan bendecida por las mujeres.
- ¿De qué estás hablando, pibe?
Me miró con picardía. El jarro lo había pasado a mis manos esperando cumpliera mi turno con un buen trago. Me contuve un momento, estupefacto, luego empiné el codo y dejé correr la bebida entre los labios. Inmediatamente sentí el alivio natural de las vísceras compungiéndose en mi interior, y una brisa fresca empujando el torrente sanguíneo de mis venas. Cuando abrí los ojos, Eriberto extendía en sus manos un atado de cigarrillos.
- Fume Jefe, festeje conmigo.
- ¿Qué vamos a festejar?- le respondí, apretando el cigarrillo en mi boca.
- Bueno, para usted no será importante; para mí sí lo es. Ahora soy dueño de mi vida- dijo, sin abandonar esa sonrisa de esclavo bonachón- Gracias por todo.
- No sé de qué hablás.
- Vamos Jefe, no sea modesto, no hace falta conmigo. No ahora; quiero agradecerle el favor de alguna forma, ¿qué puedo hacer por usted? Pida lo que quiera, siempre y cuando no sea algo ilegal, ja, ja, ja, ja.
La sonrisa me sonó sincera, como si verdaderamente debía agradecer algún amparo de mi parte. No entendí, quise tomar la palabra, pedirle una aclaración, pero su trasnochada algarabía me cerró nuevamente la boca.
- Un año antes del plazo estipulado es un buen antecedente para mí. No se preocupe, me iré lo antes posible, mañana mismo. Uno nunca sabe, si me metiera sin querer en algún problema, se lo acarrearían también a usted. En eso pienso. Ha sido bueno conmigo todo este tiempo, no voy a defraudarlo.
- Sigo sin entender- respondí, extrañado.
Eriberto metió la mano izquierda por entre los ojales de la gabardina, a la altura del pecho, y sacó un papel doblado en cuatro, el que desdobló con parcimonia. Sonreía, feliz.
- El juez me lo entregó ayer- dijo, extendiendo el papel-, antes de marcharse a la capital. Me citó en su despacho y me lo entregó. Sus informes, los de usted, comisario, acerca de mi buena conducta, provocaron que la Corte se pronunciara a favor de la anulación de la Libertad Condicional. Ahora estoy libre de los cargos, como cualquier ciudadano común.
El expediente, oficio emitido por el juzgado, abarcaba las dos caras de la hoja. Al pie de la misma se hallaba estampada las firmas de un Tribunal, el Juez de Instrucción, y el Fiscal. Martín no me había notificado la novedad, aunque las cédulas de ejecuciones del Juzgado de Instrucción solían llegar a la comisaría hasta con diez días de retraso. De lo contrario, si mi asistente había sido notificado en mi ausencia seguramente se le  había pasado por alto y me informaría de un momento a otro. De todos modos, en el registro de actividades vería la constancia de la misma. Lo realmente extraño era el texto expuesto como veredicto inapelable basado en informes efectuados por mí, instrumento aparentemente suficiente para reducir la condena de un reo. El membrete correspondía al formulario de la Corte Suprema de Justicia, por lo tanto, tenía la vigencia de un dictamen Judicial. Normalmente, una gestión de ese tipo lleva cierto tiempo de estudio a un tribunal de justicia preparado para ese fin, cuyos integrantes dirimen acerca de la situación del procesado intercambiando opiniones con el encargado de la conducta vigilada. En ningún momento se me había hecho partícipe del proceso.
- Te felicito- dije a Eriberto, momentos después de leer el escrito- Espero sepas aprovechar la oportunidad.   
- Lo haré, no tenga cuidado.
Acto seguido, saludé efusivamente al muchacho, deseándole toda la bienaventuranza merecida, alcé las solapas de mi gabán y me largué bajo el temporal hacia el coche. Había dejado de granizar pero el agua continuaba cayendo copiosamente. Una vez en el interior, encendí el motor y me marché. La charla con Eriberto había sido corta,  demasiado para mi gusto, pero apuré el trámite disgustado. Debió notar mi molestia frente al dictamen cuando, jocosamente, dejó traslucir una infidencia. El juez, según sus propias palabras, le había indicado no compartir conmigo la noticia, tomar sus pertenencias y marcharse de la ciudad lo más urgente posible. El estado de embriaguez lo liberó de la carga y yo debo haber puesto cara de hielo al escuchar la confidencia. Si fuera verdad, ¿por qué la desoyó? En el trayecto de vuelta, frente al volante, medité sobre el asunto. No le permitiría marcharse, aunque él mismo fuera víctima de una celada. Inmediatamente libraría una orden de detención, lo acercaría a la seccional y allí lo indagaría oficialmente sobre el caso Dejón.
Una hora después me  hallaba nuevamente en mi oficina. La noticia ya se había difundido entre los efectivos de la seccional, Martín subió el volumen de la radio para escuchar la voz gangosa del reportero que anoticiaba sobre el nuevo suceso.
- Es prescindible que nos marchemos ya, Jefe. He mandado una comisión de siete hombres a precintar el perímetro, en estos momentos deben estar ansiosos los muchachos.
- Pormenores- atiné a decir.
- Una amiga de Rosa Palermo ingresó a la residencia y la encontró muerta. Aparentemente, según nos dijo, la occisa le había dado llave de su casa.
- Bien- dije turbado, sin saber bien qué hacer. La noticia temprana me había tomado de sorpresa- Ordene al oficial de guardia la emisión de una orden de arresto, para el día de hoy, contra Eriberto González.
- Bajo qué cargos- preguntó Martín.
- Luego veremos, por ahora, libre el edicto y marchémonos a la casa de la muerta.

VI

La noche del miércoles fue fatídica para todos. Ese mediodía, contra mis propias conclusiones, había encabezado junto a Martín la comisión investigativa en la escena del crimen, la residencia donde se hallaba el cadáver de Rosa Palermo. Resultaba lo más conveniente para mí, dados los entretelones del caso; inmiscuirme en el procedimiento sería provechoso aunque corriera el riesgo de traicionarme en algunos aspectos, si es que mis ayudantes fueran tan perceptivos como para vislumbrar rastros de mi presencia en la casa. Fingir no sería un impedimento, no me hallaba en peligro de desbocarme, pero tampoco podía en esas circunstancias apartarme del medio dejando en mano de los efectivos la posibilidad de sacar conclusiones. Estando allí podría orientar la pesquisa y contaminar cualquier pista incriminatoria. Sería una medida de precaución, una acción defensiva contra cualquier nueva estrategia de los miembros de la Corte de Justicia; ellos anhelaban acabar con el proceso y liberar a Raúl Dejón de toda responsabilidad, por eso habían llegado al colmo de manipular la liberación prematura de un condenado a Libertad Condiciona. Si habían llegado a ese extremo, también serían capaces de ejecutar otras acciones aún más comprometedoras para mí.
Aunque Eriberto ya no me pareciera el chico bondadoso y adoctrinado que yo conocía (probablemente Martín no había errado en nada cuando describió el perfil pavoroso del muchacho), y aún se mereciera caer en la trampa . Eso pensaba yo, debía estar al tanto de todos los detalles, especialmente revisando nuevamente la escena del crimen y, como conductor del proceso, dirigir la pesquisa a mi favor. La lógica no tenía sentido, desde mi punto de vista, pero sí la intuición: no era casualidad que Eriberto fuera liberado del yugo el día anterior a la muerte de Rosa; el trámite implementado en el caso daba lugar para pensar en alguien con muchas influencias agilizando la gestión en la Corte, comprando voluntades en lo más alto de la esfera judicial. Pensé en Raúl Dejón y sus deseos impostergables. Martín podría tener razón con respecto a la conducta de Eriberto, un hombre así se prestaría a matar si fuera necesario en pos de alcanzar su objetivo.
El procedimiento, como en otros casos, se llevó adelante según las pautas establecidas por la rutina. Una comisión de cinco efectivos se encargó de indagar a los vecinos en busca de algún dato importante. Otro grupo se envió a distintos lugares de la ciudad a interrogar a los allegados de la occisa, amigos, compañeros de trabajo, empleados, etc. Con Martín y otros dos ayudantes nos abocamos al estudio del escenario. El médico forense, el Dr Avillón, nos confirmó sus primeras impresiones de experto: Rosa había sido sorprendida en medio de una conversación, cuando ella no esperaba la reacción criminal del invitado. El tajo, profundo y certero, había abierto su cuello de izquierda a derecha, no le había dado tiempo a reaccionar ni siquiera a intentar una defensa. Se murió en un minuto, primero se desvaneció y luego cayó en coma. Ni se dio cuenta, dijo Avillón. Tampoco fue ultrajada, ni siquiera maltratada con golpes. Como en la muerte de Esther, no pudimos encontrar huellas que inculparan al asesino, ni en muebles, puertas y paredes. Las huellas del cuchillo, utensilio perteneciente a la occisa, fueron severamente borradas del mango y la hoja de acero. Pedí a Martin, a Guemes y Saucedo hicieran un reporte de sus impresiones por separado, luego cotejaríamos el estudio de las tres hipótesis. El homicida, a ojos vista, ingresó pacíficamente a la residencia, y se fugó por el patio interno sorteando el muro que da a una calle contigua, pasaje que corta la cuadra por la mitad. Hallamos rastros en el muro, en el césped y la vereda. Cuando el perito determinó las medidas del calzado, impreso aún en el césped, titubeé, traicionado por mi propia estima, rodeé el espacio verde encaminándome por la galería hacia el muro, tratando de fingir la atención hacia otros aspectos de la escena. Nadie se dio cuenta del arrebato, pero el temor a sellar mi impronta en el césped me preocupó tanto que por un instante creí descomponerme. Después regresamos a la sala de estudio, donde se hallaba el cadáver de Rosa.
- ¿Qué piensa, Guemes?- interpelé al oficial más antiguo del grupo.
- No tengo dudas, jefe, es el mismo homicida de la Dejón.
- ¿Saucedo?
- Bueno, no creo planee de antemano una táctica instrumental para llevar a cabo el crimen, aunque sí el modo de ingresar a la casa de las víctimas. Yo diría que es un creativo, y más, le gusta improvisar.
- Ajá- dijo Martín, sin esperar su turno- Es un profesional, de eso no hay duda. Posee mucha información, estudia a la víctima antes de cometer el hecho.
- ¿Profesional?¿En qué sentido?- pregunté.
- Usted sabe jefe, de esos que trabajan con un contrato.
- Coincido con usted. Alguien de la ciudad podría hacer un seguimiento cercano a las víctimas, estudiar sus costumbres.
- ¿Usted cree? No hay nadie entre la gente común que pudiera hacer tal seguimiento. Ya lo hubiéramos identificado.
- Tiene razón, debería ser una persona muy allegada a la presa, lo que no hubiera pasado desapercibido para nosotros. Quizás alguien de afuera.
- Imposible- dijo Martín- alguien de afuera debería hacerse ver en la ciudad y, como sabemos, nadie forastero ronda por aquí.
- Alguna otra idea- pregunté a todos.
- Tengo una, aunque a ustedes les resultará algo descabellada- respondió Martín.
- Diga.
- El encargado de llevar a cabo este tipo de faenas no puede ser otro que alguien ligado a la fuerza policial. En actividad o retirado.   
Luego de enviar el cuerpo a la morgue se selló el perímetro y convoqué a todos los involucrados a un estudio de rutina. Debíamos intercambiar opiniones estudiando los datos recabados, convalidar y refutar hipótesis entre los más de veinte efectivos implicados en el caso. En el vecindario, nadie había visto entrar ni salir a nadie de la casa; los integrantes del entorno de Rosa tampoco había brindado datos acerca de sus actividades en las últimas horas de vida. No teníamos nada, nos hallábamos superados por las circunstancias.
A las 15,30 hs el Fiscal se hizo presente en la seccional. Se encontraba al borde de un ataque de nervios. Me miró de soslayo, solicitó el informe de nuestra intervención y se retiró de inmediato, acompañado por Martín, con quien conversó unos minutos fuera del despacho. Me desconoció completamente, como si yo fuera el más ignoto de los efectivos. La asistencia de Martín como informante me reveló de inmediato la forma indirecta de relevar del cargo a un funcionario de alto rango. Me esperaba la destitución, de eso estaba seguro, más aún teniendo en cuenta los años de servicio y la proximidad de la jubilación. ¡Bárbaro!, me dije, ¡Linda forma de terminar la carrera! Mas tarde, o al día siguiente, alguien me pediría la renuncia, me aislarían por completo de la fuerza como una manera de salvarme de la humillación. Trampas del oficio, la suspensión ensuciaría mi imagen ante la comunidad, a partir del momento prevalecería la idea de inoperancia y falibilidad de mi actividad.
Luego de la ilustre visita, el clima de preocupación imperante se tornó aún más denso. El Funcionario de justicia se retiró sin abrir la boca pero mirándonos a todos con desprecio. Pude percibir el estado de nerviosismo de los efectivos, principalmente del cuerpo de oficiales. Saucedo, el más introvertido del grupo, influido por la conclusión de Martín en cuanto a la condición del homicida, comenzó a mirar con desconfianza a sus compañeros de armas y a elucubrar acerca de la dudosa conducta de un efectivo destituido del cargo tiempo antes, cuyo hermano se hallaba presente en el recinto. Armó un alboroto cuando sugirió revisar las taquillas de todos los agentes de la unidad, y también ordenar allanamientos a las casas de algunos. El susodicho hermano, sin mediar palabras, propinó una bofetada al acusador y el asunto terminó en una batahola de ofensas verbales intercambiadas entre todo el personal, que hubiera terminado en una riña generalizada sin mi intervención. Yo me encontraba encerrado en mi oficina, con Martín, cuando se armó el revuelo; inmediatamente salí a apaciguar los ánimos.
- Cálmense, muchachos- dije, persuasivamente- no hay nada de qué preocuparse, el único responsable de las consecuencias soy yo.
Minutos después el clima volvió a la normalidad. A pesar de las circunstancias, de hallarme a un paso del holocausto final, no iba a bajar los brazos, a detenerme a lamentar la ineficacia del operativo. Mientras fuera el mandamás de la delegación seguiría manteniendo ocupados a mis efectivos, convocando a seguir las actividades formales del día. Esa era mi fortaleza, la autoestima. Ante la mirada estupefacta de algunos miembros del personal confirmé el orden de tareas propuestas a la mañana: los trámites diversos de oficina y de tareas correspondientes a la rutina policial. Reconvalidé el envío de cédulas de citación y detención, entre ellas la de Eriberto Salcedo, de quién me había olvidado completamente luego del descubrimiento del cadáver de Rosa Palermo y la urgencia del caso. Cuando increpé al agente encargado de la confección de los formularios de citación y detención argumentó un imponderable surgido de una contraorden del subjefe Martín Lucero, quien le había prescrito abandonar las tareas rutinarias para abocarse a la indagación del personal del Gimnasio de Rosa. Martín luego justificó la cancelación priorizando, según me aclaró, el orden de importancia del asunto.
- Consideré más urgente la averiguación.
Era la tercera vez que Martín revocaba mis órdenes.
- Eriberto pudo haberse marchado a esta hora- le respondí, molesto. El fastidio debió reflejarse nítidamente en mi cara y compostura porque Martín se incomodó y, por primera vez, osó mostrar su disimulada actitud de superioridad ante mí.
-Vamos, jefe. ¿A dónde puede ir el muchacho? ¿a la Luna? Je, je, je, usted sí que no tiene imaginación.
El teléfono había sonado en ese momento, y debí cancelar de improviso la disputa. Estaba enfadado con Martín, pero también conmigo mismo, por alimentar condescendientemente la arrogancia del asistente. El muchacho se había pasado de la raya, echando por tierra, y descaradamente, las relaciones jerárquicas. Me propuse poner las cosas en su lugar, aunque mis posibilidades en ese momentos fueran inconcebibles; seguramente Martín estuviera al tanto en forma concreta de mi actual situación y ya reflejaba con su conducta la resolución de la cúpula, de exonerarme y distinguirlo con el cargo. Quizás él mismo había provocado los acontecimientos, a través del pase de información y conspirando a mis espaldas, relativizando la efectividad de mi actuación.  
- ¡Hola!
Del otro lado del tubo la voz del Fiscal sonó hueca y desinteresada.
- ¿Jefe? Malas noticias-dijo- El Juez de Instrucción se ha declarado incompetente en el caso, pidió licencia por tiempo indeterminado. Aparentemente sufre una indisposición en su salud. Mañana tomará el cargo un suplente de Santa Fe, de forma interina.
No contesté, me pareció incorrecto hacerlo sin más información.
- Usted... deberá disculparme, pero recomendé al supervisor separarlo del caso, la investigación no ha progresado y esto se está poniendo peliagudo. Me prometió estudiar el asunto y responderme lo más inmediatamente posible. Mañana, quizás ¿Qué me dice?
Seguí callado, debía ordenar mis ideas. En realidad, no era sorprendente la noticia, o el propósito del funcionario. Ya me había anticipado sobre esa intención la semana anterior, antes de la muerte de Hugo Pintos y Rosa Palermo.
- Probablemente envíen gente especializada para dirigir la pesquisa. De todos modos, esa gente necesitará su apoyo incondicional.   
Mi interlocutor terminó la proposición, después siguió un silencio larguísimo. Yo permanecí inmutable.
- No responde…-concluyó- Lo comprendo, es difícil para usted aceptar mi injerencia. No me queda otro camino, lo lamento. Mientras tanto, tengo una tarea irrechazable para usted.     
- Diga- respondí, relajado. Fue curiosidad, nada más. No había nada para hacer, en realidad. Nada importante. El nuevo juez, ni bien tomara el cargo, solicitaría mi renuncia a la Jefatura. Al día siguiente o el otro enviarían a alguien para convencerme. Dada estas circunstancias, la tarea propuesta por el fiscal sería irrelevante, o una impropiedad, de eso estaba seguro. Así fue.
- Le queda a usted una última labor. Hacerse cargo de la prensa. Y esta vez, sin recomendaciones de mi parte. Tiene la libertad de explayarse hasta lo indecible.
El sonido del teléfono cambió de la articulación de palabras a una monotonía aguda y persistente. Me acomodé en la silla buscando con la vista la presencia de mi ayudante. No estaba, se había largado de la oficina. Salí de allí enfurecido.
El resto del personal, lo comprobé al visitar las distintas dependencias en busca de Martín, se hallaba en plena actividad; nadie lo había visto salir.
En la sala de entrada me encontré con el encargado de la guardia.
-Se retiró hace un momento- me dijo el agente.
- Jefe- dijo después. Me encaminaba a la puerta con el gabán en el hombro- los periodistas se encuentran estacionados en la galería.
Dudé un momento. Podía salir por la trastienda, cruzar el pasillo que daba a la calle transversal y subirme al auto sin que me vieran. La lluvia arreciaba con fuerza, a nadie se le ocurriría asomarse a la vereda y exponerse a una intemperie diluvial de vientos cruzados sólo para vigilar la calle.
Sin embargo, tomé la peor decisión de todas las posibles, colgué el impermeable en el perchero y traspasé la puerta para enfrentarme a la prensa. Al día siguiente me arrepentiría, pero la situación, teniendo en cuenta mi amor propio, no daba para más. A un paso de la destitución, el propio artífice de mi desgracia me había dado carta libre para despacharme a mi antojo, sacarme de encima la opresión del fracaso; desde la muerte de Esther no había hecho otra cosa que trastabillar a cada paso, justamente, después de haber alcanzado la cresta de la ola, el acto final de mi actividad, cuando ya estaba al borde de recibir los laureles merecidos, el crimen de la dama ensuciaba mi carrera y la echaba al cubo de la basura. ¿Qué sucedió? ¿Una conspiración? Solamente una conjura, o la mala suerte, podría contaminar un currículum perfecto, más allá, por supuesto, de los errores propios de cualquier profesional. Eso es lo que cuenta, mantenerse incólume en el lugar de privilegio, y eso no se logra con méritos personales sino con la aceptación del entorno. ¿Estaba sólo en la operación? Por supuesto, mi individualismo, el pecado mortal de creerme autosuficiente y desechar la asociación del grupo dominante aparándome en mi ególatra capacidad, sirvió a los conjurados para defenestrarme. Las mafias del poder. El Juez, el Fiscal, el propio Martín, a quien yo había cobijado cariñosamente como el mejor de mis discípulos, habían llevado conmigo una terrible guerra de inteligencia, una guerra de resistencia para la cual yo estaba en inferioridad de condiciones. Maquiavélico, el fin justifica los medios, yo era la presa y ellos los cazadores. El dinero sucio de Raúl Dejón, sus mafiosas relaciones con el poder, habían enturbiado la pesquisa para alimentar la ambición de mis allegados. Ni siquiera sabrían el resultado final de la operación, ni quién fuera el instrumento material de los atentados, lo importante para ellos era el rédito final. A Esther Dejón, Hugo Pintos y Rosa Palermo, se le sumaría el crimen de otro inocente, propiciado por mi propia ineptitud, y sumarían cuatro los muertos, con el último como broche final del periplo homicida.
- ¿Cómo se produjo la muerte de la Profesora?- fue la primera pregunta formulada por uno de los reporteros. Me hallaba erguido frente al tumulto de periodistas, en un recinto techado pero abierto a la calle; el automóvil del Fiscal, al iniciarse la entrevista, la atravesaba frente a nosotros, con Martín en el asiento del acompañante. Me pareció sonreían.
Antes de responder, aventé mi propia crispación, sacudí la modorra y me propuse terminar de una sola vez con mi carrera.
- Murió asesinada, no les quepa la menor duda.
- ¿Es verdad que fue estrangulada?- preguntó el mismo reportero. Algunos presentes quedaron atónitos ante la ocurrencia, seguramente por no pensar ellos mismos en una hipótesis de sentido frente al crimen de una mujer. El dato, falso, debió ser un pasamano de algún agente de la seccional, mal referido por supuesto.
Antes de mi devolución, dos camarógrafos de televisión enfocaron sus lentes por entre los intersticios de la masa humana, atentos al registro de un cambio de semblante en mi cara. No me inmuté.
- No precisamente. Fue degollada- dije- Pero no voy a entrar en detalles, sus familiares aún no han sido anoticiados del suceso.
- ¿Hay alguna pista que lo lleve a vincular a este crimen con los dos restantes?
- Es muy arriesgado responder a esa pregunta. Podría herir susceptibilidades; en mi equipo existen hipótesis enfrentadas, de todos modos, estoy aquí para responder a la curiosidad de la prensa. Les dije antes, no va a ser a través de la lógica que descubramos al autor de estos hechos. La metodología instrumental utilizada en los tres casos, es diferente: un cable, en el caso de Esther Dejón, el ahogamiento inducido por la fuerza, en el caso de Hugo Pintos, y una herida en el cuello, un tajo de cuchillo, en el caso de Rosa Palermo. No se podría emplear ningún silogismo inductivo que enlace significativamente los tres homicidios por separado. Únicamente siguiendo una dirección deductiva, esto desde mi punto de vista, puede llevarnos a buen puerto.
- ¿Cree usted se trata de uno o varios asesinos?
- Bueno, como he dicho en otra oportunidad, sostengo la actividad de una sola persona como ejecutor de los crímenes, asesino a sueldo, profesional y muy bien adiestrado para este tipo de trabajo. Sostengo también la intervención de un partícipe intelectual, presumiblemente ajeno a nuestra comunidad y con intereses creados. Ya lo he dicho anteriormente, ninguno de estos dos podría actuar sin la colaboración de un tercer implicado, éste sí, miembro de la comunidad, encargado de preparar el terreno para la acción del primero. Ésa es mi hipótesis.
- La víctima ¿fue sorprendida mientras dormía?- fue la siguiente pregunta.
- No. Se hallaba en el cuarto de estudio, mirando televisión. El asesino la degolló en el mismo sillón donde se encontraba.
- Debió violentar alguno de los accesos a la casa.
- O encontrarse dentro de ella- dije.
- ¿No encontraron huellas del asesino, rastros que resuelvan esta instancia?
- No. Pudo haber ingresado por donde después huyó, por el patio de la casa. Quizás se hallaba oculto en un cuarto exterior, como el lavadero, o el cuarto de los trastos, por ejemplo. No encontramos vestigios de su presencia allí, pero tampoco en el interior. Si se mantuvo oculto en alguno de estos lugares, o en el mismo jardín, penetró al interior luego que ella abriera la puerta de atrás. Cabe otra posibilidad: la misma víctima pudo haber abierto la puerta para su ingreso.
- En resumen, no tienen ninguna pista- dijo, capciosamente, el reportero.
- Hemos recabado muchos datos, e incluso huellas de pisadas. Debemos sacar conclusiones sobre ellas. Eso nos llevará algún tiempo. De todos modos, será muy difícil descubrir la identidad basándonos en la lógica científica. El hombre, o mujer, es muy hábil en borrar las pruebas de su intervención.   
- Usted había dicho tener una lista de sospechosos en la muerte de Esther Dejón, ¿la mantiene para los dos posteriores asesinatos?
- Yo pienso en un solo asesino como ejecutor de las víctimas.
- ¿Los sospechosos han sido descartados?
- Justamente, Pintos y Palermo eran dos de los cuatro sospechosos de la muerte de Esther Dejón.
Esto último produjo un tumulto entre los reporteros, un cruce de palabras y comentarios generalizados que entorpecieron el desarrollo de la entrevista. El corresponsal que en ese momento dirigía el diálogo fue prácticamente arrollado por los demás. Yo me dirigí a la puerta interior antes de ser abordado, cerré la puerta y giré la llave; necesitaba un respiro; pedí al agente de guardia me acercara un vaso de agua. Fue un momento de crispación, incluso dentro de la seccional. Varios efectivos habían dejado su labor para atender los celulares. La radio emitía mis comentarios en directo y ellos debían atender los requerimientos de los medios que les ofrecían dádivas por una primicia. Sonreí al pensar en el necio que había confundido estrangulamiento con degollamiento. Mis efectivos no servían ni para espiar.
Cinco minutos después salí nuevamente a la galería, justo cuando el teléfono de mi oficina comenzaba a sonar insistentemente. Allí seguían de plantón todos los periodistas.
-¿Dijo usted que Pintos y Palermo eran sospechosos del primer asesinato?- preguntó uno de ellos.
- Exactamente, dos de una lista de cuatro.
- ¿Qué piensa? ¿Asociación ilícita para el crimen?
- Podría ser, o una cortina de  humo para desorientar la pesquisa. En ese caso, la asociación ilícita, mejor dicho, los miembros de la misma, tienen acceso a los resultados de la investigación policial. Ahora la lista de sospechosos se acrecentó, es decir, la cadena de asesinatos puede ser larga.
- ¿Qué cree usted?¿alguien de la seccional está conectado a los asesinos?
- No solamente los investigadores policiales manejan esos datos, también los funcionarios de Justicia.
Fue lo último. Me encaminé por entre el grupo de corresponsales y camarógrafos abriéndome paso a empujones. En la calle, el chubasco golpeó en mi cara  y debí doblar el antebrazo sobre ella para protegerla. Un par de muchachos de la prensa se colgaron de mi impermeable siguiéndome hasta el coche, pero el azote del aguacero los acobardó. Cuando ya me encontraba en la cabina, a punto de encender el motor, el agente de guardia golpeó histéricamente el cristal.
-¡Jefe!- gritó- el Fiscal está al teléfono, quiere hablar con usted.
- Dígale que ya me retiré.
Apagué el celular, encendí el motor y me dirigí a la calle lateral, totalmente desierta por la intensidad de la lluvia. Al llegar a la primera esquina doblé sobre la izquierda. No tenía muy bien en claro qué iba a hacer, pero me dejé llevar por los impulsos. Rememoré la frase de aquel psicólogo cuando en el examen de capacidad intentó condenarme al destierro: “usted es un policía sin escrúpulos, no reflexiona y se dejar llevar por los impulsos” Muy bien, esos impulsos me habían despejado el camino durante más de treinta años de profesión. En la terminal de ómnibus me detuve, estacioné en el aparcamiento y me dirigí al bar. Cavilaba, debía poner en orden mis ideas después del ajetreo periodístico. Mis declaraciones dejarían más de un títere sin cabeza, pero no era el caso, yo no me iría a la mazamorra sin arrastrar conmigo a mis adversarios. Bueno, tampoco la devolución iba a ser fácil para mí. Lo primero, pensé durante el primer whisky, será salvar a la familia, comprar boletos de viaje hasta Rosario, alejarlos del centro del tornado. En la ciudad estarían protegidos de cualquier infamia perpetrada por mis enemigos. Durante el segundo whisky pensé en Eriberto y Héctor, debí haber ordenado una escolta para ambos, quizás estuvieran en peligro. Decidí no hablar a la seccional, mis hombres solicitarían mi presencia y no tenía ánimo para ello.
Antes de marchar, después del tercer vaso, me conduje por la puerta interior del bar hasta la sala central de la Estación. Compré tres pasajes a Rosario y salí bajo la lluvia. Eran las siete de la tarde pero el cielo estaba en penumbras. Frente a la calle, la fachada del centro de comunicación Internet más conocido de la ciudad me despertó de la modorra. Me acordé de Vilma y sus correos. Diez minutos después me hallaba frente a la pantalla del monitor manipulando claves y contraseñas. La página contenía varios archivos con títulos diversos. Llamé al mozo y solicité la compra de un CD, grabé los archivos y me marché.
Cuando llegué a casa reuní a Elsa y los muchachos.
- Estuviste tomando- dijo Elsa, en tono de reproche.
- Apenas un vaso.
- Y fumando.
- Bueno, mujer. Deberás escucharme un momento, sin interrupción, por favor.
- ¿Qué sucede, Aníbal?- preguntó Ricardo.
- Lo peor, preparen las valijas, los tres, se van a Rosario, al departamento.
- ¿Qué sucede?- preguntó Elsa.
- Es por los comentarios hechos a los medios- dijo Abel.
Me callé, Abel era muy perspectivo y seguramente ya había pergeñado una hipótesis de sentido en cuanto a mi descabellada declaración.
- No van a involucrarnos a nosotros- aseguró Ricardo.
- No sabés hasta dónde son capaces de llegar. Ya me conoces, hijo. No estaría tranquilo, lidiando con esos gorilas y con ustedes cerca del zarpazo, en medio de la trifulca. Deberé poner en práctica todos mis recursos, y vos sabés, algunos son non sanctos.
- Quizás necesites tenerme a tu lado, de apoyo.
- No pibe, cumplan mis órdenes, son las 20,30 hs, a las 22 hs parte el bus a destino. Será lo mejor para todos.
Una hora después nos hallábamos en los andenes de la Estación. Escuché las recomendaciones de mi mujer y algunas quejas de Ricardo. Se empecinaba en servirme de custodia. Abel había subido a la unidad, quince minutos antes de la partida, y me saludaba por entre los cristales de la ventanilla.
- Cuídate, Aníbal- dijo Elsa, estampándome un beso en la mejilla. Dio media vuelta para esconder las lágrimas que ya asomaban en sus ojos.
Ricardo me pasó la mano.
- Suerte, viejo- dijo, apretándola con todas sus fuerzas.
- Estás a cargo, he? Cuidá a mamá y tu hermano.
- Hasta pronto.
- Hasta pronto, no dejen de llamar.
El ómnibus partió y me quedé sólo en el andén. Abandoné el edificio cinco minutos después, con una botella de whisky envuelta en una bolsa de papel, y cigarrillos. En la calle la lluvia volvía a caer copiosamente, el viento sur empujaba con fuerza trayendo consigo un frío de invierno, impredecible para una noche de verano. Miré el cielo, los rayos y centellas pintaban líneas amarillas y violetas cruzando el firmamento. Un trueno sonó en el momento de introducirme en el auto. Fue un ruido espantoso, que me aturdió. Después el agua comenzó a caer a baldazos. Llovería toda la noche, como la anterior. Quince minutos después entraba por la puerta de servicio de mi hogar. Me quité el impermeable, la ropa húmeda y me metí bajo la ducha. Un baño de agua tibia me quitaría todo el cansancio del día. En el dormitorio me puse ropa interior y la bata de siempre. Al final, frente a la computadora, encendí la PC y abrí la botella de whisky. ¡Mierda!¡Qué placer! La casa para uno sólo. Libertad para fumar y beber sin reproches. Esto sí podía ocurrirle a un hombre de mediana edad, acosado por los achaques del tiempo. De todos modos, el entusiasmo duraría poco, antes del cuarto vaso el entorpecimiento se adueñó de mi cuerpo; aturdido de cansancio abandoné la lectura y me tiré en el sofá.
A las tres de la mañana me despertó el sonido de una sirena, que hacía sonar la bocina en períodos cortos de tiempo.
- ¡Jefe, jefe, despierte!- gritaba la voz de uno de los efectivos de la seccional, quien golpeaba sus puños con fuerza en la puerta de entrada de la casa.
Me asomé a la ventana para ver tras el vidrio a qué se debía tanto alboroto. Un móvil policial se hallaba estacionado frente al jardín, con las luces de alarma encendida y destellando en forma intermitente. Tres uniformados rodeaban la unidad, dos de ellos con los fusiles prestos en ambos brazos, escuchando la conversación del tercero, a quien custodiaban celosamente. Sus siluetas aparecían dibujadas sobre un fondo de sombras, contorno marcado en línea brillante por efecto del resplandor de la farola pública.  Uno de ellos era el oficial Saucedo, su voz aguda y entrecortada, la reconocí inmediatamente, parecía dar instrucciones por intermedio del Handy. El cuarto efectivo había dejado de golpear la puerta de enfrente al ver encenderse la luz del interior. Me asomé al vano ajustándome el cinturón de la bata.
-¿Qué sucede, agente Marcoli?¿Cuál es la urgencia?- pregunté.
- Jefe, no podíamos comunicarnos con usted- gritó, excitado. Dijo algo después, que el sonido pasmódico de la bocina no me dejó escuchar. Comencé a impacientarme, el relato del efectivo se había convertido en un murmullo histérico sin resonancia.
- Repita, agente, no lo he escuchado.
- Hubo un enfrentamiento Jefe, con un muerto y un herido.
Fue suficiente, sin preguntar de quién se trataba, corrí a mi dormitorio a vestirme. Mi teléfono celular se encontraba sobre la mesa de luz, apagado. Antes de salir, conecté el teléfono fijo, a la mañana siguiente vendría la doméstica y Elsa la llamaría para darle instrucciones.
En el móvil, mientras nos dirigíamos al lugar del suceso, escuché las malas noticias.
- Se trata de Eriberto C.- dijo Saucedo.
- ¿Qué pasa con él?
- La guardia recibió un llamado del vecino, a la una de la mañana. Había escuchado gritos y ruidos extraños, como si alguien estuviera peleando en el interior de la casilla de madera. Finalmente, varios disparos, dos o tres, no supo definir. Enviamos un móvil con tres efectivos en forma inmediata. El retén se hallaba en la zona norte, tardó más de veinte minutos en brindarle apoyo al primero.
- ¿Apoyo?- pregunté- ¿para detener a una persona?
- Persona armada, Jefe. Cuando el guía del comando se acercó a golpear la puerta recibió un balazo en la pierna derecha. Fue entonces que su segundo pidió ayuda a la central. Llamé al segundo móvil y les di la orden de presentarse inmediatamente en el lugar. Yo y dos agentes más llegamos en mi vehículo particular.
- ¿Qué pasó después?
- Bueno, para esto intenté comunicarme con usted, pero el teléfono no respondió, ni el celular ni el fijo. Entonces llamé a Martín Lucero. Me dijo que procediera, que tenga en cuenta que usted había librado una orden de arresto y que probablemente el muchacho se resistiría. Que me convendría encontrar la cédula y arrestarlo bajo apercibimiento de ley.
- ¿Entonces?
- Me acerqué al lugar y traté de convencerlo hablándole por el megáfono. Como respuesta, recibimos una andanada de disparos. Cuando llegó el segundo móvil contabilizamos once efectivos; rodeamos la casilla y le pedí nuevamente se rindiera. El disparo siguiente dio en una de las unidades. Esa fue su respuesta. Yo ordené disparar a mansalva. El tipo no se iba a rendir.
La secuencia del relato me fue anticipando el dramático desenlace. Once hombres disparando sus fusiles a una casucha de madera podrida. Eriberto debió ser acribillado. No quise preguntar más, Saucedo calló y permanecimos en silencio hasta llegar a la antigua estación de trenes. La casucha se erguía al fondo del predio, a unos trecientos metros del viejo edificio, donde un camino lateral, prolongación de la avenida más importante de la ciudad, se dirigía a los fondos sobre los viejos rieles del ferrocarril. La lluvia había anegado el terreno, que se sumergía bajo medio metro de agua.
- ¿Cómo está el muchacho?- pregunté. Fue una pregunta retórica, de esas frente a las cuales uno puede anticiparse al cuadro espeluznante del que será testigo. Nadie respondió. El auto policial adelantó los veinte metros siguientes a paso de hombre, sorteando los cruces de vías bajo un barrial de suciedad, escombros, rieles y durmientes sacados de quicio; el agua del inmenso charco penetró en el interior del móvil en el corto trayecto, por los intersticios de las puertas fuera de escuadra, convirtiendo el piso en un estercolero.
- Bien- dije al abrir la portezuela del móvil- ustedes, Saucedo y Marcoli, quedan conmigo; ustedes dos, me lo ubican a Lucero lo antes posible, lo quiero conmigo inmediatamente.
Habíamos estacionado a unos quince metros de la casilla, tras las cintas de seguridad instaladas por el operativo. Levanté el plástico por encima de mi cabeza y hundí mis zapatos en el barro. Ya se me habían embadurnado del agua sucia dentro del coche, junto a las bocamangas del pantalón, así que no puse cuidado en ese detalle. Caminé hasta llegar frente a la puerta de ingreso, sobre el piso mejorado de escombros que Eriberto había preparado frente a la casilla. Los efectivos presentes fumaban y hacían comentarios casi en silencio. Había allí más de la cantidad de una guardia nocturna, señal de que Saucedo había convocado a todo el escuadrón.
- ¿Alguno de ustedes tiene algo que declarar?- pregunté a los más de diez uniformados presentes, que me miraron sorprendidos- Saucedo- proseguí-, tome declaración a todos los efectivos, lo que hayan echo las veinticuatro horas pasadas. A todos, incluso los que están de franco en sus hogares. Prepare el informe y téngamelo listo para este mediodía.
- ¿Sin excepción?
- Sin excepción, también al Dr. Avillón y sus colaboradores. Esta vez no quiero sorpresas- dije, pedí la linterna al custodia y me dirigí a la parte de atrás de la vivienda.
La casilla estaba montada sobre cuatro troncos de quebracho, a un metro de altura del suelo, pero el resquicio se hallaba cubierto con tablones de distintas medidas, clavados a los tacos en los cuatro costados. En la parte de atrás, un orificio rectangular daba ingreso al subsuelo de la vivienda, con una puertecilla vaivén ajustada con bisagras en el lado superior. Eriberto había aprovechado el sitio para construir la guarida de su perro. Allí lo encontré después, al ingresar en cuatro patas al cubículo inferior. Al verme, el can comenzó a gemir aterrorizado. En uno de los vértices del piso de la casilla, justo sobre la cabeza del animal, una aureola luminosa reflejada por la luz de la vivienda descubría la existencia de otra portecilla. Esta comunicaba el subsuelo con el interior de la morada. La abrí, empujando la madera hacia arriba, introduje la cabeza y me encontré con los ojos de Avillón.
- Lo esperaba- dijo sonriendo- pero pensé ingresaría por la puerta principal.
- Saque el perro de aquí- dije al efectivo presente en la habitación- con cuidado, tiembla de pavor, está totalmente turbado.
Me alcé por entre el orificio e ingresé al cuarto principal de la casilla. Allí se encontraba el cuerpo de Eriberto, tirado en el piso sobre un charco de sangre.
- ¿Qué me dice?- pregunté al forense.
- Bueno, no es lo que esperaba, después del infierno desatado. Una bala, en el corazón, es la única herida en su cuerpo.
- ¿En esta misma habitación?- pregunté al oficial de la Científica.
- No hay rastros de sangre en los cuartos aledaños, ni señales de haberse arrastrado hasta aquí- respondió el perito.
-¿Huellas dactilares?
- Varias, principalmente en los utensilios de cocina, pero nada fresco. En la superficie de madera, el material más abundante, es muy difícil de detectar- respondió- me llevará un par de horas más terminar con el registro, después lo informo.
- Bien, algún otro dato, Avillón.
- La bala ingresó en dirección ascendente, pero muy leve. Mis cálculos indican un curso de 0,005 mm., desde el orificio del pecho, por donde se introdujo, al lugar donde se alojó en la espalda; al menos eso me revela el quartiquer.
- ¿Qué piensa?- pregunté al perito.
- Mi cálculo es provisorio, debería después consultarlo con balística. Las características particulares del proyectil podrían variarlo, aunque no sería usual en este tipo de elemento- respondió, mostrándome la bolsa plástica donde guardaba la prueba- Aparentemente, es una bala de 9mm perteneciente a la fuerza; siguiendo el curso indicado por el Dr. Avillón, caben al menos dos conclusiones: o el disparo se efectuó a menos de un metro y medio, y para eso quien apretó el gatillo debe tener la misma talla del muerto, o bien, a cuatro metros y medio, distancia aproximada a la posición tomada por los tiradores fuera de la casilla.
- Aclare la hipótesis.
- Esta habitación da a la pared exterior. Desde el punto de controversia, es decir, donde se hallaba la víctima al recibir el disparo, y la distancia donde se apostaron los tiradores, hay cuatro metros y medio. La altura de uno de los cuatro tiradores, es decir, la empuñadura de la pistola de este hombre de talla aproximada al occiso, y la altura del punto donde hizo blanco, refleja una dirección ascendente de 0,005 mm, la misma medida del trayecto efectuado por el plomo dentro del cuerpo. La bala atravesó la superficie y atravesó el corazón para alojarse en el omóplato izquierdo. Si es así, los de balística verán restos diminutos del madero incrustados en el proyectil.
- Podría ser un disparo desde otra dirección- argumenté.
- Imposible. Según las declaraciones de los efectivos, las descargas se hicieron desde el frente y ambos laterales. Nadie se apostó en la parte de atrás.
- No hubieran podido-dije-, tras la casilla y el desaguadero hay medio metro de terreno y más de cinco de agua. Eso lo acabo de comprobar. Si hubieran disparado desde allí lo debían hacer a más de seis metros.
- No cabe otra- aseguró el perito- desde el frente, cocina de por medio, la distancia es de más de siete metros, y desde el lateral izquierdo, baño de por medio, la misma distancia. Esta es una de las hipótesis, el disparo mortal se efectuó a cuatro metros y medios de distancia desde el lateral derecho.
- ¿Qué le dice la segunda hipótesis?
-  El disparo se realizó a menos de metro y medio, efectuado por alguien de la misma talla de la víctima. Pero en ese caso el tirador debió hallarse en el interior de la vivienda.
En ese momento entraron los paramédicos a retirar el cuerpo de Eriberto. El perito se había ocupado de dibujar con tiza negra la figura del occiso, una impronta plasmada en el piso de madera con el último rastro del Alain Delon de la ciudad, y también el último error cometido en mi carrera policial. Cuando se retiraron con el cadáver hice desalojar el escenario, apagué las luces interiores y ordené a los efectivos apuntar los faros de los móviles en dirección a la casilla. Me ubiqué en el mismo lugar donde hallamos el cuerpo y esperé el resultado de mi ocurrencia. Rayos de luces, entrecruzados en varias direcciones, penetraron por entre los orificios de los tabiques de madera agujereados por las balas y dieron de lleno sobre el largo de mi cuerpo. Si Eriberto hubiera permanecido apenas segundos erguido en el lugar donde lo hallamos muerto, su cuerpo hubiera sido perforado tal cual la rejilla de un colador. Sin embargo, la pericia forense descubrió solamente un proyectil. 
Aquella orden de arresto, efectuada la tarde anterior, había sellado la suerte del pobre muchacho. Me hacía cargo del equívoco, provocado por la falta de tacto y el exceso de autoestima. Alguien, el asesino, avisado de la orden de arresto, apeló al recurso más a mano para él, ingresó a la casilla mientras Eriberto dormía, por la guarida del perro, lo despertó, lo apabulló y lo mató de un tiro. Por supuesto, sembró el escenario de pruebas incriminatorias: el teléfono celular, las joyas y el dinero, pertenecientes a Rosa Palermo, fueron hallados en su valija. El ruido del disparo alertó al vecino, quien recurrió a la policía. El homicida después se sentó a esperar la llegada de la comisión policial y  transformar la secuencia en un enfrentamiento armado. Al presentarse los primeros tres efectivos, con la orden de realizar un operativo de rutina, disparó sobre la pierna de uno, lo que produjo la alerta general. Luego esperó las patrullas de apoyo para disparar el último proyectil al móvil más cercano. La batahola sobrevino inmediatamente, pero él ya se hallaba en el subsuelo, protegido por los durmientes que hacían de vallas protectoras, ingresó al zanjón, escurriéndose por la parte de atrás, y huyó protegido por las barrancas del mismo.
Al llegar la mañana envié a los sabuesos a la calle. Necesitaba informarme sobre las últimas horas de vida de Eriberto. Al mediodía tenía en mi escritorio los informes solicitados. El primero de ellos, realizado por el oficial Saucedo, describía en detalle los movimientos de los policías de la seccional el día previo al fusilamiento. La entrevista, como se ejecuta en estos casos, comprendía una sección de preguntas y respuestas orales grabadas en un aparato celular equipado con tecnología de alta fidelidad. Me preocupaba descubrir al buchón, seguramente integrante de la fuerza, quien informaba las novedades al homicida, por ello había ordenado la pesquisa.  Pero nada pude sacar en limpio de los veinticinco interrogatorios efectuados por mi asistente; la mayoría de los hombres, según sus propios testimonios, habían permanecido en sus hogares luego de cumplir con las tareas de la  jornada. Por supuesto, no es cuestión de aceptar crédulamente las respuestas al cuestionario de preguntas formales; yo, como cualquier elemento policial en mi lugar, a cargo de una dotación, había sido entrenado eficazmente para entender las trampas ocultas en cualquier indagación de este tipo, basadas, lógicamente, en una serie de preguntas insidiosas las cuales verifican las eventuales traiciones del lenguaje. Mis efectivos resultaban ser el colmo de la fidelidad a la institución, o el colmo de la inocencia, teniendo en cuenta que más de uno de ellos tenían trato con los medios, o las asociaciones mafiosas, en cuanto al pasaje de información clandestina. Ironías de la vida profesional, en el preciso instante de esas conjeturas me vino a la memoria una de las respuestas más complejas que efectué en la primer entrevista cedida a los medios cuando debuté en el cargo de Comisario: un periodista me preguntó si tenía noticias acerca de la actividad permanente del juego clandestino y la prostitución y si mi gestión iba a perseguir a los responsables de ambos delitos. Mi respuesta debió torcer sarcásticamente la boca de los millares de oyentes y televidentes atentos al comentario. Dije que no, que no sabía de su existencia, que en realidad no existía tal ilegalidad en la ciudad y que todo era producto de un mito popular creado a propósito para desvirtuar la acción de la justicia. ¿Sardónico, no? Pero en esta profesión no se trata de neutralizar todos los delitos efectuados por los miembros de la comunidad. No hay tiempo para ello, y menos aún si esas asociaciones actúan bajo el rigor de interese creados por la elite gubernamental, poder imbatible para un funcionario de medio pelo como es un jefe policial. Hay prioridades, y los asesinatos, es decir, los delitos contra las personas y la propiedad particular son los más repulsivos para la gente, y los que se debe resolver en forma inmediata. Si no hay tiempo ni recursos para zanjar estos hechos, en los que generalmente se ven involucradas personas comunes, menos habrá tiempo para luchar contra asociaciones poderosas.  
El segundo informe, una serie de interrogaciones efectuadas en distintos lugares de la ciudad a personas anodinas y poco instruidas, plasmadas en hojas de libreta de almacén, papeles de diarios, restos de envolver y servilletas, testimonios escritos que hice trasponer en limpio a mi asistente, Martín, describían someramente las últimas horas de vida de Eriberto. Había ordenado a mis efectivos comenzar interrogando a los compañeros de trabajo de la víctima. Sería el punto de partida; yo había charlado con él la mañana de esa noche trágica, había resuelto ordenar su detención con la intención de transparentar la caducidad oficial de una sentencia firme que me tenía como propulsor de la misma sin haber participado realmente del acuerdo. No sabía que me prestaba para ponerle la soga al cuello en forma inmediata. ¿Informalidad? Trampa. Es decir, no esperaban un encuentro conmigo; la intensa lluvia provocó y proporcionó el diálogo bajo las ruinas de la vieja estación, y ajustó y perfeccionó aún más el plan trazado para su asesinato. Mejor dicho, los obligó a improvisar otro de repuesto, que al final no les resultaría tan redondo como pensaban. No si yo actuaba en consecuencia. Al verse ellos con la novedad de una orden de captura aceleraron la gestión y lo mataron; de lo contrario, estando Eriberto bajo protección policial, perdían una presa segura a quien endilgar los crímenes.
Y, por supuesto, quien hubiera librado el falso dictamen de liberación quedaría en evidencia. Alguien de la seccional, un oficial de rango, o un miembro de la Fiscalía o del Juzgado,  había convencido a Eriberto de la veracidad del documento. Por eso el apuro; la urgencia de la demanda los llevó finalmente a cometer errores tácticos impredecibles.
Si esa mañana lluviosa la casualidad no nos hubiera enfrentado en el edificio derruido del Ferrocarril me hubiera liberado de la carga de remordimientos. No obstante, la muerte del muchacho no sería en vano, me proporcionaba a mí y al equipo de científicos la oportunidad de demostrar las evidencias de un montaje artificial en la escena del crimen.  Gajes del oficio, habrá dicho Hitler antes de descerrajarse un disparo en la cabeza. Me habían usado, como a él, en el desarrollo de la trama, pero mi terca obsesión por detener a Eriberto en pos de averiguar el origen insidioso del decreto sirvió para obligarlos a dar un paso en falso.
La demostración científica aclararía la pobre representación del montaje. Y eso era un alivio para mi conciencia, a pesar de ser quien agilizó la muerte prematura del muchacho. De igual modo, su muerte estaba sellada, el día siguiente o subsiguiente. Pero en ese caso, nadie se hubiera enterado de la verdadera causa del deceso. Si, como supongo, no se hubiera producido el diálogo entre nosotros, las cosas se hubieran presentado de otra forma. Ellos tenían pensado liquidarlo en otro lugar, en algún pueblo cercano, o en la misma capital, quizás montando el escenario apropiado para un enfrentamiento. Luego convertirían su muerte en un caudal de pruebas incriminatorias: en sus bolsos y valijas de viaje encontrarían objetos pertenecientes a Rosa Palermo,  Esther Dejón y Hugo Pintos.  Para eso habían librado el oficio de libertad permanente, para incitarlo a partir urgentemente de la ciudad. Fuera del territorio y una vez anoticiado de la muerte nos quedaría solamente recoger datos de sus últimas horas de vida;  los amigos y compañeros de trabajo no hubieran sabido responder a esa espontánea urgencia por marcharse, ni siquiera estaban al tanto de su situación procesal. Tenía prohibido hablar de ello. Había estado festejando el día entero, pero respetando el pacto de silencio prometido a quién le ofreció la libertad, no había hecho comentarios acerca de la verdad de su partida, a nadie, sólo a mí, y no tenía pruebas contundentes. El documento de sobreseimiento no se pudo hallar luego de la revisión minuciosa de sus pertenencias, el homicida lo desapareció luego de matarlo. Sus compañeros lo asistieron en una procesión infernal de festejos contaminados de alcohol y algarabía. Al final de la tarde, embriagado hasta más no poder, se retiró a su vivienda para descansar del jolgorio.                      
        
   
        
       
  
  
 
      

 un hecho fortuito venía a borrar de un plumazo el currículum de un profesional los antecedentes de una toda una vida profesional. No iba a desaprovecharla. Después podía venirse el mundo abajo. Yo había estado en la cúspide de la ola, había desarrollado una aceptable carrera profesional, no todos podían decir lo mismo. Al final, como corresponde a un tipo de mi especie, había prevalecido como todos mis triunfos y fracasos y podía considerar un balance positivo en toda mi carrera. de todo el intríngulis a que me había hundido todo un mes de pensamientos y elucubraciones fantasmales, teorías hipótesis que lo llevan a uno al colmo de la abstracción mental y que nunca nadie puede subestimar aunque la parte opuesta la oposición contamine el camino, cuando uno está en la cresta de la ola me acorde de Popp y me dije acerca de los tres mundos a los que se refiere como una presmisa filosófica. Allí estaban ellos, los atendí y desarrollé todo mi pensamientoc descubrí mis mas profundos sospechas y lo 




 
















          

   
  

















































Cosecha roja
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Cosecha roja (Red Harvest) es la primera novela del autor estadounidense Dashiell Hammett, publicada por Alfred A. Knopf, Inc. el 1 de febrero de 1929. La obra está inspirada en una ciudad minera del estado de Montana rebautizada como Personville y llamada despectivamente por el narrador y protagonista, el Agente de la Continental, Poisonville, que significa Ciudad-Veneno y que fue el primer título de la obra. El primer libro de Hammett fue serializado en la revista Black Mask en cuatro entregas mensuales. Estilísticamente, con sus frases breves y sus diálogos en los que los personajes intercambian continuos latigazos y con sus impactantes escenas de tiroteos, emboscadas, persecuciones, etcétera, Cosecha roja supuso uno de los primeros ejemplos del encuentro de los relatos de detectives y el lenguaje cinematográfico. Además, Hammett rompe con la tradición del detective que resuelve los casos a través de la lógica y la deducción, tipo Auguste Dupin o Sherlock Holmes, y presenta a un personaje típico de las novelas ‘hardboiled’, un tipo que, aunque posee un extraordinario don de la observación, resuelve los casos pateando las calles en busca de información y que manipula las cosas a su antojo.
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1 Argumento
2 Personajes
3 Muertes
4 Ediciones en castellano
5 Enlaces externos


[editar] Argumento
El director responsable de los dos periódicos de la ciudad minera de Personville, e hijo del magnate fundador de la ciudad, se pone en contacto con un detective de San Francisco para que acuda en su ayuda, pero cuando éste llega a la ciudad el periodista es asesinado. Investigando el crimen averigua que cuatro matones, con la complicidad del magnate, dominan la ciudad. El millonario, temiendo por su vida y por su posición en la ciudad, contrata al detective que iba a ayudar a su hijo, para “limpiar” Personville. Cuando se descubre que su hijo fue asesinado por celos y no por los matones pretende que el detective deja la investigación, pero el agente no dará marcha atrás y conseguirá enfrentar a los cuatro mafiosos para que se aniquilen entre sí.
[editar] Personajes
El Agente de la Continental
Definido por el personaje de Dinah Brand como “un tipo gordo, cuarentón, que no se casa con nadie y testarudo”, este personaje sin nombre será el que más relatos de Hammett protagonizará, ya que además de en Cosecha roja aparece en la novela La maldición de los Dain, así como en otros 27 relatos de menor extensión. Sus defectos físicos los salva gracias a su gran astucia, su rapidez mental y su aguda observación y, además, recorre incansablemente calles y garitos en busca de confidentes que le pongan sobre la pista correcta. Además, el sabueso se caracteriza por su facilidad de palabra y su facilidad a la hora de manipular los acontecimientos, que en el caso de Cosecha roja le cuesta la desconfianza de un compañero, una bronca del jefe y una acusación de homicidio.
Dinah Brand
La “mujer fatal” de la novela, con un largo historial de amantes a sus espaldas y una gran ansia de dinero. Desempeña un papel fundamental en el desarrollo de Cosecha roja porque motiva el primero de los asesinatos, que se produce por celos, y porque da las claves para que el Agente de la Continental pueda enfrentar entre sí a los matones de Personville. El asesinato de esta mujer será uno de los más complicados de resolver para el agente, porque pasando la noche en casa de ella y estando borracho, a la mañana siguiente la encuentra muerta. El agente que no recuerda nada de lo que pasó aquella noche llega a sospechar de su propia culpabilidad.
Elihu Willsson
Fue el dueño único de la ciudad hasta que una huelga de los mineros le obliga a acudir a los matones, a los que da rienda suelta para resolver el conflicto y luego no puede echar. Después de que Yakima el Bajito intente matarle en su domicilio, Elihu Willsson contrata al Agente de la Continental para limpiar “los chanchullos y la corrupción de Personville”. Aunque luego se arrepienta de este contrato, el detective no aceptará abandonar el caso y logrará hacerle entrar en razón chantajeándole con unas cartas de amor que el magnate escribió a Dinah Brand.
Noonan
El jefe de policía de Personville es uno de los cuatro matones que dominan la ciudad, y su estilo consiste en detener a quien conviene y en utilizar métodos poco pacíficos en los interrogatorios. El presunto asesinato de su hermano Tim por Max Thaler será la excusa utilizada por el detective para enfrentar a ambos, si bien el Agente de la Continental sabe que Thaler no fue el asesino.
Max Thaler
Apodado el Susurro, Max Thaler es otro de los matones. Controla el juego en la ciudad y padece la traición de su amante, Dinah Brand, que le revela, por error, como asesino del hermano del jefe de policía. Logra escapar de Noonan tras ser detenido, pero no de la rabia de Dan Rolff, enamorado de Dinah Brand, cuando le cree culpable de la muerte de ésta.
Pete el Finlandés
El mafioso que se encarga del contrabando de alcohol es quizá el más poderoso de los cuatro, pero su alianza con la policía no será suficiente frente a la unión de los hombres de Max Thaler y Reno Starkey. Durante el “encuentro de paz” celebrado en casa de Elihu Willsson para acabar con las muertes y enfrentamientos entre las bandas de los cuatro matones, es el único que hace un llamamiento a la calma.
Lew Yard
El matón que se encarga de autorizar los robos en la ciudad y dar salida a los botines es el primero de los cuatro en caer a consecuencia de la traición de uno de sus propios hombres.
Reno Starkey
Es uno de los hombres que trabajan para Lew Yard hasta que decide traicionarle y asesinarle para ocupar supuesto, algo para lo que también termina con la vida de Jerry, la mano derecha de Max Thaler. También será el encargado de poner fin a la vida de Pete el Finlandés y Max Thaler, además de la de Dinah Brand.
Peak Murry
Trabaja primero para Lew Yard y luego para Reno Starkey, y sus billares son un conocido lugar de reunión. Era, junto con Jerry, George Nelly y O’Brien, la coartada de Max Thaler para el asesinato de Tim Noonan, pero le traiciona cuando la policía le llama a declarar.
Bill Quint
El Agente de la Continental lo define como un “hombre de izquierdas”, y él asegura que él es el que manda sobre los mineros de Personville. Aparece sólo en los primeros capítulos de Cosecha roja, en los que cuenta al detective la situación de la ciudad y le habla sobre los mafiosos. Fue otro de los amantes de Dinah Brand.
Donald Willsson
El primer cadáver de Cosecha roja. Es el director de los dos periódicos de Personville, medios que utiliza para luchar contra la corrupción imperante en la ciudad. Donald Willsson pide que le envíen a un detective desde San Francisco al sospechar que se encuentra en apuros. Aunque en un principio parece que su asesinato se debe a un ajuste de cuentas, ya que acudió a comprar a casa de Dinah Brand papeles que comprometían a los mafiosos y a Elihu Willsson, luego se comprueba que fue un crimen pasional. Su mujer que le siguio pensando que se iba a encontrar con una amante, contempla su asesinato, pero Max Thaler, que también ve cómo le matan, le aconseja que no diga nada para que no la incriminen.
Mickey Lineham, Dick Foley y el Viejo
Los dos primeros son compañeros del Agente de la Continental que acuden a Personville para echarle una mano. El primero permanecerá junto al protagonista hasta el final, pero Dick Foley le cree culpable de la muerte de Dinah Brand y se vuelve a San Francisco. En cuanto al Viejo, también apodado Poncio Pilatos, es el director de la agencia y sólo aparece en la narración mediante telegramas y alusiones.
Stanley Lewis y su hija
Son los secretarios de Elihu Willsson y Donald Willsson, respectivamente. La joven pone al Agente de la Continental sobre la pista de un cheque entregado por Donald a Dinah.
Los Albury
El primero de los Albury que aparece en la acción es un trabajador del banco y ex amante de Dinah Brand. Conocedor de que Donald Willsson ha extendido un cheque a nombre de Dinah, que abandonó al joven por su falta de solvencia económica, espera a que Willsson salga de su casa para dispararle. Además, cita en el lugar a la esposa del director de los periódicos y a Max Thaler, entonces amante de Dinah Brand, confiando en que sean ellos los que le maten al pensar que asistían a una cita amorosa.
También tiene importancia en la acción Helen Albury, hermana del anterior. Confiando en la inocencia del joven, alquila una casa frente a la de Dinah para espiar y demostrar la inocencia de su hermano. Debido a esto comprueba que el Agente de la Continental pasó la noche con Dinah Brand cuando ésta fue asesinada, información que pone primero en manos del abogado Charles Proctor Dawn y, después, de la policía.
Nick, el Grande
Agente de la policía que dispara contra el detective cuando éste se dispone a entrar en uno de los garitos de Max Thaler. Cae abatido por un tiro del Agente de la Continenetal.
Ike Bush/Al Kennedy
Boxeador sobornado por Max Thaler para que se deje ganar en un combate. Aprovechándose del pasado delictivo del deportista, revelado por Bob MacSwain, el Agente de la Continental, además de extender por la ciudad el soplo de que el combate estaba amañado por Thaler, amenaza a Ike con entregarle a la justicia y logra que Ike Bush gane el combate, frustrando los planes de Max Thaler. Además, el detective da la nueva información a Dinah Brand, que logra ganar una importante suma de dinero con las apuestas, ganándose así su confianza.
Dan Rolff
Hombre enfermo que vive con Dinah Brand, de quien está enamorado. Culpa a Max Thaler del asesinato de su amada y decide vengar su muerte.
Myrthe Jennison
Ex amante de Max Thaler, cree que Tim dijo antes de morir que éste le había matado, pero tiene miedo de su novio y decide dejar que se crea que fue un suicidio. Durante la acción de Cosecha roja se encuentra ingresada en el hospital, cerca de morir, y por eso no tiene incoveniente en firmar una declaración contra Thaler.
Bob MacSwain
Ex policía corrupto y verdadero asesino de Tim. Se aprovecha de un malentendido de Myrthe Jennison con las últimas palabras de Tim, para que no le descubran y la ayuda a hacer creer que se trató de un suicidio.
Tim Noonan
Hermano del jefe de policia. Asesinado por MacSwain. Sus últimas palabras indican que le ha matado Max. El se refiere a MacSwain pero no puede acabar de pronuciar el nombre. Myrthe interpreta que se refiere a Max Thaler.
Jerry
Mano derecha de Max Thaler. Muere durante el atraco al banco a manos de Reno Starkey, que le utiliza para que se crea que el asalto es cosa de Thaler.
McGraw
Sustituto de Noonan en la jefatura de policía tras ser asesinado.
Ted Wright
Hombre de Max Thaler
Charles Proctor Dawn
Abogado de dudosa reputación que se encarga de la defensa de Albury, y al que éste rechaza. Sabe de la presencia del Agente de la Continental en la casa de Dinah Brand cuando ésta fue asesinada, por lo que se cita con el detective. Pero antes de celebrarse el encuentro es asesinado por Hank O’Marra. También es contratado por dos policías para sobornar a Elihu Willsson con las cartas de amor que escribió a Dinah Brand.
Hank O’Marra
Hombre a las órdenes de Reno Starkey.
Tommy Rubins
Periodista de la Prensa Consolidada. No aparece directamente en la narración, pero es utilizado por el detective para obligar a Elihu Willsson a ponerse en contacto con las autoridades y que solucionen la situación de la ciudad mediante la intervención de la guardia nacional. En caso de negarse, el agente le haría llegar las cartas de amor que escribió a Dinah Brand.
Agentes Shepp y Vanaman
Policías que registran la casa de Dinah Brand tras ser asesinada, ocasión que aprovechan para desvalijar la residencia. Además, encuentras las cartas de amor escritas por Elihu Willsson, con las que confían hacer un suculento negocio.
[editar] Muertes
Como prueba de la violencia de Cosecha roja y de la complejidad de su trama, basta señalar que en la novela se narran hasta 26 muertes violentas, aunque el número de fallecidos en la historia es superior. En el capítulo veinte, titulado “Láudano”, el Agente de la Continental, durante una conversación con Dinah Brand, hace un recuento de los asesinatos que hasta entonces ha habido, un total de dieciséis:
Esta ciudad se está apoderando de mí. Si no me voy pronto me voy a volver tan rudimentariamente sanguinario como los naturales. ¿Qué ha pasado? Docena y media de asesinatos desde que estoy aquí: Donald Willsson; Ike Bush; los cuatro italianinis y el agente de Cedar Hill; Jerry; Lew Yard; Jake el Holandés, Whalen el Negrito y Put Collings en Silver Arroz; Nick el Grandullón, que me cargué yo; el rubio que el Susurro mató aquí; Yakima el Bajito, el que entró en casa de Willsson; y ahora Noonan… Eso suma dieciséis en menos de una semana, y los que vendrán.
Efectivamente, los crímenes prosiguen, y apenas hay que esperar un capítulo para que aparezca el siguiente cadáver, el de Dihan Brand acuchillada con un picahielos, al que seguirán los cuerpos sin vida del abogado Charles Proctor Dawn, de Dan Rolff, Max Thaler y Reno Starkey. A todas las anteriores quedan por añadir las muertes producidas en las masacres en el almacén de whiskey de Pete el Finlandés y en el asalto a la cárcel para liberar a Max Thaler. No se dice en ningún momento cuántas personas pierden la vida exactamente, pero durante la acción sí se narran las muertes de un vigía de la banda de Pete el Finlandés, de Hank O’Marra, de uno de los hombres de la banda de Reno, del propio Pete y, por último, de un hombre de la banda de Reno apodado el Gordo.






















               
  


   
      

              



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